El día 22 de noviembre se recordaba el asesinato, hace cincuenta años, de John Fitzgerald Kennedy en Dallas, capital del Estado de Texas. En aquel tiempo, compraron la primera televisión que hubo en casa y entre nieblas me acuerdo de alguna escena del funeral, o quizá me confundo dada la gran cantidad de veces que hemos visto las imágenes. Recuerdo que en mi familia pensaron que lo habían matado por ser católico, lo que ahora puede parecer absurdo pero en aquel ambiente mucha gente lo pensó.
Kennedy no tuvo un segundo mandato y, en el poco tiempo que reinó, hay luces y sombras; fue el primer presidente de los Estados Unidos católico, de un país nacido de unos padres fundadores protestantes, y fue el primer irlandoamericano en alcanzar esa magistratura; esto ya lo consagra como un normalizador, pero además inició el giro en el Partido Demócrata hacia la lucha por los derechos civiles de los negros; hoy hay un presidente afroamericano.
Kennedy formaba parte de una familia muy poderosa y rica, en ese extremo era todo lo contrario a un hombre hecho a sí mismo. Había en Kennedy una ambivalencia entre el interés en la lucha por la paz y el desarme y el deseo de mantener el liderazgo para USA, lo que descolocaba a los militares. Se le reconoce por su gestión de la crisis de los misiles en Cuba en la que aguantó el pulso de Kruschev y obligó a Rusia a retirarlos, pero esa crisis no se hubiera producido si hubiese apoyado la invasión de Bahía de Cochinos, por el contrario tuvo que retirar misiles de Turquía y garantizar la seguridad del Régimen de Castro.
¿Por qué lo mataron?¿Quién lo mató? Son preguntas aún sin respuesta; pero hay dos cosas claras: el asesinato fue fruto de una conspiración, como así reconoció una comisión parlamentaria USA en los años setenta, y Kennedy debió de pisar muchos callos en el escaso tiempo que estuvo en el poder.
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