Inmersos en la estúpida botaratada del referéndum escocés, Cameron pasará a la Historia como el más tonto entre los primeros ministros británicos que llevó a la ruina a su país, transpongo tres interesantes artículos que explican por qué no es posible dirigir la historia a golpe de voto. No es posible decidir si Dios existe por votación ni creernos la mentira de una democracia como gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. La democracia es un delicado equilibrio de potestades en el que el pueblo elige a sus representantes para que limiten el "Poder" de la clase dirigente. La democracia, para ser tal, debe ser reversible, no marca el camino de la historia, permite el error para poder corregirlo después.
ESCOCIA ES MENTIRA.
Sin duda, el rasgo más notable de la identidad nacional escocesa es que tal cosa no ha existido jamás. Léase, si no, La invención de la tradición, el delicioso libro de aquel viejo comunista sabio que fue Eric Hobsbawn. Un asunto, el de la existencia real o no de la singularidad diferencial escocesa, que, en el fondo, tampoco tiene mayor importancia. A fin de cuentas, toda nación no es más que un relato compartido por un número suficiente de gente. Lo importante es que el relato resulte creído por la mayoría.
Que sea o deje de ser auténtico, eso es lo de menos. Aunque, en el caso escocés, el cuento nacionalista resulta tan clamorosamente falso que ni siquiera esa faldita plisada con que se adornan los autóctonos procede del acervo local. Sucede que los antiguos habitantes de Escocia nunca vistieron faldas a cuadros, ni tampoco tocaron gaita alguna en sus festejos y desfiles rituales.
De hecho, la pretendidamente ancestral gaita escocesa fue una novedad bastante moderna que se implantó en la zona mucho después de la unión política con Inglaterra.
Y es que el genuino instrumento nacional de Escocia nunca fue la gaita, sino el arpa. Algo que no deja de obedecer a la lógica si se repara en un pequeño detalle nada baladí, a saber, que los montañas de Escocia estaban pobladas por irlandeses desde tiempos inmemoriales. Irlandeses eran sus habitantes e irlandesa, en consecuencia, era su cultura. Los highlanders de Escocia no eran más que un apéndice de Irlanda. Apenas eso. La fantasía de que formaban un pueblo diferenciado con su propia cultura secular es un invento retrospectivo acuñado en el siglo XIX por un par de célebres falsificadores, James y John Macpherson.
Tanto la historia como la literatura nacionales de Escocia resultarían creación exclusiva de aquella pareja de trileros intelectuales. Una gran bola muñida por la prodigiosa imaginación de dos farsantes, a eso se reduce la pretendida literatura indígena celta de Escocia. Pero así se escribe la Historia. O que se lo pregunten a los que se creen ese otro cuento, el del 11 de septiembre de 1714. ¿A qué extrañarse, pues, de que la famosa faldita de los patriotas de Edimburgo fuese ideada y confeccionada por un inglés decimonónico, el empresario cuáquero de Lancahire Thomas Rawlinson? Al igual, por cierto, que los legendarios distintivos de los clanes escoceses, invención del también inglés sir Walter Scott. La nación escocesa es mentira, sí. Pero ¿a quién importa la verdad?
ESCOCIA ES MENTIRA.
Sin duda, el rasgo más notable de la identidad nacional escocesa es que tal cosa no ha existido jamás. Léase, si no, La invención de la tradición, el delicioso libro de aquel viejo comunista sabio que fue Eric Hobsbawn. Un asunto, el de la existencia real o no de la singularidad diferencial escocesa, que, en el fondo, tampoco tiene mayor importancia. A fin de cuentas, toda nación no es más que un relato compartido por un número suficiente de gente. Lo importante es que el relato resulte creído por la mayoría.
Que sea o deje de ser auténtico, eso es lo de menos. Aunque, en el caso escocés, el cuento nacionalista resulta tan clamorosamente falso que ni siquiera esa faldita plisada con que se adornan los autóctonos procede del acervo local. Sucede que los antiguos habitantes de Escocia nunca vistieron faldas a cuadros, ni tampoco tocaron gaita alguna en sus festejos y desfiles rituales.
De hecho, la pretendidamente ancestral gaita escocesa fue una novedad bastante moderna que se implantó en la zona mucho después de la unión política con Inglaterra.
Y es que el genuino instrumento nacional de Escocia nunca fue la gaita, sino el arpa. Algo que no deja de obedecer a la lógica si se repara en un pequeño detalle nada baladí, a saber, que los montañas de Escocia estaban pobladas por irlandeses desde tiempos inmemoriales. Irlandeses eran sus habitantes e irlandesa, en consecuencia, era su cultura. Los highlanders de Escocia no eran más que un apéndice de Irlanda. Apenas eso. La fantasía de que formaban un pueblo diferenciado con su propia cultura secular es un invento retrospectivo acuñado en el siglo XIX por un par de célebres falsificadores, James y John Macpherson.
Tanto la historia como la literatura nacionales de Escocia resultarían creación exclusiva de aquella pareja de trileros intelectuales. Una gran bola muñida por la prodigiosa imaginación de dos farsantes, a eso se reduce la pretendida literatura indígena celta de Escocia. Pero así se escribe la Historia. O que se lo pregunten a los que se creen ese otro cuento, el del 11 de septiembre de 1714. ¿A qué extrañarse, pues, de que la famosa faldita de los patriotas de Edimburgo fuese ideada y confeccionada por un inglés decimonónico, el empresario cuáquero de Lancahire Thomas Rawlinson? Al igual, por cierto, que los legendarios distintivos de los clanes escoceses, invención del también inglés sir Walter Scott. La nación escocesa es mentira, sí. Pero ¿a quién importa la verdad?
En noviembre de 1918, recién concluida la Gran Guerra, escribió
Pío Baroja sobre la eterna disputa francoalemana:
Se ve en esto cómo esas soluciones de la
democracia –el sufragio, el referéndum–, que parecen tan evidentes, no son en
la práctica nada. Si se hiciera la consulta al pueblo en Alsacia y Lorena, y si
resultase, como resultaría, que parte de la población estaba por Francia y
parte por Alemania, ¿quién de estas naciones tendría el mejor derecho? ¿La que
tuviese la mitad de los votos más uno? La cosa sería tan absurda y necia que
produciría risa.
Hoy al impío don Pío lo encerrarían, pues el
nuevo credo declara que la mitad de los votos más uno es el modo más sabio de
tomar decisiones. Pero ¿todo ha de votarse? ¿También la legalización de
la lapidación de las adúlteras, de la pederastia o de la violación? ¿De dónde
se deduce que todo se resuelve votando y que, además, siempre se resuelve bien?
¿Acaso no hay mil ejemplos históricos de decisiones equivocadas, incluso
desastrosas, tomadas por la mayoría? Para evitar fulminaciones jupiterinas, que
cada uno ponga el ejemplo que prefiera.
Gracias a la frivolidad de Cameron, los
escoceses están a punto de tirarse por la ventana de la independencia. Y,
según explican las encuestas, por motivos tan evanescentes como el rechazo al
partido gobernante en Londres, el enfado por la crisis económica, la mayor
locuacidad de tal político en tal debate, la curiosidad por la novedad y otras
puerilidades pasajeras que pueden acabar rompiendo, en el irresponsable
sufragio de un día, el asentado sufragio de los siglos.
Como a los escoceses se les ocurra restaurar
el Muro de Adriano, España no tardará en disolverse. Pues sobrará todo
argumento histórico, jurídico o lógico para explicar la diferencia esencial
entre los casos escocés y catalán. Lo único que valdrá, tanto dentro como sobre
todo fuera de España, será:
Queremos votar. ¿Qué hay de malo en votar?
¿No es éste un régimen democrático? ¿Por qué no nos dejan votar? ¿Por qué los
escoceses pueden votar y los catalanes no?
Y un mes más tarde, el País Vasco. Y después…
Hace trece siglos España estuvo a punto de
desaparecer bajo las cimitarras. Y hace dos, a bayonetazos. Lo que no lograron
moros y franceses, lo lograremos hoy los españoles a golpe de votos. ¡Cuánto
progreso!
Jesús LaÍnz
- Seguir leyendo:
http://www.libertaddigital.com/opinion/jesus-lainz/la-idolatria-del-voto-73481/
LA FRACTURA DE UN ESTADO DEBE DECIDIRSE A CARA O CRUZ
El referéndum en Escocia ha producido, entre otras anécdotas, la del raro acuerdo entre el historiador Neill Ferguson, de origen escocés, y el economista americano Paul Krugman. Ambos advierten, por decirlo en corto, que la separación sería muy mal negocio para los escoceses. Pero sería un auténtico desperdicio que del asunto de Escocia sólo quedaran las anécdotas y el ruido y la furia de la campaña, además de lo que vendrá una vez se conozca el resultado. Porque entre todos los interrogantes que suscita un proceso así hay uno que merece más reflexión de la que se le está dedicando. Es la cuestión sobre la idoneidad de que sea por el solo procedimiento de un referéndum cómo se decida la ruptura de un Estado. Más aún si basta una mayoría simple.
Sobre el papel, un resultado a favor de la independencia en un referéndum como el escocés o como el que regula la Ley de Claridad canadiense no comporta la secesión de manera automática. No es de autodeterminación, cierto. Pero vayamos del papel al terreno. ¿Alguien piensa que una vez emitidos los votos se puede hacer otra cosa que cumplir su mandato? Todo es posible, sí, pero entonces se han hecho las cosas al revés. No se pide primero a la gente que vote para después mandarla a freír. O para negociar acto seguido un estatus intermedio, si hay alguno. Un referendo de estas características nunca será meramente consultivo. No es una encuesta. No pulsa la voluntad: la fija.
En la mayoría de las democracias, con la notable excepción suiza, el referéndum suele emplearse para someter al electorado decisiones de relevancia aprobadas por los parlamentos. En buena práctica, tales decisiones son el fruto de un compromiso que vincula a una amplia mayoría. La votación culmina un proceso de aproximación entre posiciones diferentes. Esto no ocurre en el caso de los referéndums independentistas. No abren un espacio a la negociación: lo cierran. La ruptura o la continuidad de un Estado se juegan a cara o cruz. De salir el sí ya no eres británico, de salir el no lo sigues siendo ¡de momento!
De momento. Otra de las diabluras que entraña este tipo de referéndum es que las consecuencias para unos y otros son asimétricas. Aunque
fracasen ahora, los independentistas podrán volver a la carga y, en
seis, en diez, en quince años, generar la presión suficiente para que la
votación se repita. Pero si triunfan, los perdedores, los contrarios a
la secesión, se convierten enseguida en ciudadanos de otro Estado: en
esas condiciones, la posibilidad de que reúnan la fuerza necesaria para
intentar revertir la situación es remota. Sin contar con que una vez
levantadas las fronteras y las ampollas, los antiguos conciudadanos
estén poco predispuestos a acoger a los que se fueron.
El exministro canadiense Stéphane Dion decía en una reciente entrevista en El País que un referéndum de este tipo divide profundamente. Y añadía: "Es existencial. No tomas una decisión para los próximos cuatro años y si te equivocas puedes cambiar de opinión". Para hacerse una idea de las circunstancias de la decisión, léase un artículo que publicaron en El Mundo Joan Font y Braulio Gómez, autores del libro ¿Cómo votamos en los referéndums?
Una de las conclusiones más claras de los estudios allí reunidos es que "la disputa que se da en los mismos va siempre mucho más allá de la pregunta que se haya planteado explícitamente a los ciudadanos". Aunque el referéndum no se convoca para castigar o premiar a un Gobierno, es inevitable que ese elemento esté ahí: como sucedió en Quebec y sucede en Escocia, donde el rechazo al gobierno británico conservador, a los tories en general y al establishment londinense en particular, ha llenado el caudal del independentismo.
Los defensores de que una parte de la población de un Estado decida en referéndum si se rompe o se mantiene siempre apelan al principio democrático de la voluntad de la mayoría. Una mayoría que no es tal, puesto que en su mapa sólo los escoceses o sólo los catalanes deciden. La democracia entraña aquel principio, como otros muchos, pero ante todo es una manera de vivir en sociedad: de que puedan vivir juntos aquellos que son distintos. El independentismo dice que no, que no se puede vivir juntos y que, para empezar, no se puede votar juntos. Esta es, en fin, la cuestión.
LA FRACTURA DE UN ESTADO DEBE DECIDIRSE A CARA O CRUZ
El referéndum en Escocia ha producido, entre otras anécdotas, la del raro acuerdo entre el historiador Neill Ferguson, de origen escocés, y el economista americano Paul Krugman. Ambos advierten, por decirlo en corto, que la separación sería muy mal negocio para los escoceses. Pero sería un auténtico desperdicio que del asunto de Escocia sólo quedaran las anécdotas y el ruido y la furia de la campaña, además de lo que vendrá una vez se conozca el resultado. Porque entre todos los interrogantes que suscita un proceso así hay uno que merece más reflexión de la que se le está dedicando. Es la cuestión sobre la idoneidad de que sea por el solo procedimiento de un referéndum cómo se decida la ruptura de un Estado. Más aún si basta una mayoría simple.
Sobre el papel, un resultado a favor de la independencia en un referéndum como el escocés o como el que regula la Ley de Claridad canadiense no comporta la secesión de manera automática. No es de autodeterminación, cierto. Pero vayamos del papel al terreno. ¿Alguien piensa que una vez emitidos los votos se puede hacer otra cosa que cumplir su mandato? Todo es posible, sí, pero entonces se han hecho las cosas al revés. No se pide primero a la gente que vote para después mandarla a freír. O para negociar acto seguido un estatus intermedio, si hay alguno. Un referendo de estas características nunca será meramente consultivo. No es una encuesta. No pulsa la voluntad: la fija.
En la mayoría de las democracias, con la notable excepción suiza, el referéndum suele emplearse para someter al electorado decisiones de relevancia aprobadas por los parlamentos. En buena práctica, tales decisiones son el fruto de un compromiso que vincula a una amplia mayoría. La votación culmina un proceso de aproximación entre posiciones diferentes. Esto no ocurre en el caso de los referéndums independentistas. No abren un espacio a la negociación: lo cierran. La ruptura o la continuidad de un Estado se juegan a cara o cruz. De salir el sí ya no eres británico, de salir el no lo sigues siendo ¡de momento!
El exministro canadiense Stéphane Dion decía en una reciente entrevista en El País que un referéndum de este tipo divide profundamente. Y añadía: "Es existencial. No tomas una decisión para los próximos cuatro años y si te equivocas puedes cambiar de opinión". Para hacerse una idea de las circunstancias de la decisión, léase un artículo que publicaron en El Mundo Joan Font y Braulio Gómez, autores del libro ¿Cómo votamos en los referéndums?
Una de las conclusiones más claras de los estudios allí reunidos es que "la disputa que se da en los mismos va siempre mucho más allá de la pregunta que se haya planteado explícitamente a los ciudadanos". Aunque el referéndum no se convoca para castigar o premiar a un Gobierno, es inevitable que ese elemento esté ahí: como sucedió en Quebec y sucede en Escocia, donde el rechazo al gobierno británico conservador, a los tories en general y al establishment londinense en particular, ha llenado el caudal del independentismo.
Los defensores de que una parte de la población de un Estado decida en referéndum si se rompe o se mantiene siempre apelan al principio democrático de la voluntad de la mayoría. Una mayoría que no es tal, puesto que en su mapa sólo los escoceses o sólo los catalanes deciden. La democracia entraña aquel principio, como otros muchos, pero ante todo es una manera de vivir en sociedad: de que puedan vivir juntos aquellos que son distintos. El independentismo dice que no, que no se puede vivir juntos y que, para empezar, no se puede votar juntos. Esta es, en fin, la cuestión.