La guerra cristera contra la revolución mexicana
Por Pedro Fernández Barbadillo
En el verano de 1926 los católicos mexicanos se rebelaron contra un Gobierno inicuo que les perseguía hasta el punto de la proscripción del culto. En los años siguientes, los campesinos derrotaron a los soldados federales y a sus jefes revolucionarios y masones; y habrían vencido de no ser por los obispos.
Desde la independencia, en 1821, México vivió sumido en dos guerras casi permanentes: la exterior contra Estados Unidos, que le amputó la mitad de su territorio, y la interior, entre conservadores y liberales, católicos y masones. El que fue el virreinato más próspero y extenso de las Indias españolas se hundió en la miseria y el caos.
Una vez derrocado el emperador Agustín I, las elites, sobre todo las liberales, se empeñaron en copiar todas las leyes y las innovaciones constitucionales de Estados Unidos: la estructura federal, el mecanismo de elección del presidente, la figura de la vicepresidencia, etcétera. Alexis de Tocqueville sostenía en La democracia en América que, pese a haber copiado esas instituciones y leyes, México no podría "acostumbrarse al gobierno de la democracia".
Las Leyes de Reforma.
La guerra civil entre conservadores y liberales concluyó con la victoria de éstos, apoyados por Washington. Como todos los liberales surgidos del molde francés, los mexicanos incurrieron en la expropiación de tierras comunales y eclesiásticas –para comprarlas a bajo precio– y la persecución de los católicos, al amparo de las Leyes de Reforma, promulgadas por Benito Juárez. Una de éstas ordenaba la exclaustración de monjas y frailes, como hicieron en España los exaltados, lo que supuso, aparte de un atropello a las personas, la destrucción de un inmenso patrimonio cultural. También se prohibía la realización de ceremonias fuera de los templos y que los sacerdotes vistieran sotana o traje talar en la calle.
La primera bandera mexicana, enarbolada por el cura Miguel Hidalgo en 1810, era un estandarte con una imagen de la Virgen de Guadalupe. Pero Benito Juárez llegó a decir:
Desearía que el protestantismo se mexicanizara conquistando a los indios; éstos necesitan una religión que les obligue a leer y no les obligue a gastar sus ahorros en cirios para los santos.
En 1873 los liberales que gobernaban el estado de Oaxaca, donde nació Juárez, expulsaron a los jesuitas, las monjas y los sacerdotes extranjeros. El sucesor de Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada, más anticatólico, llegó a expulsar a 410 hermanas de la Caridad que cuidaban de 15.000 desdichados. Ante el anuncio de nuevas medidas anticatólicas, los fieles se prepararon para la rebelión. En 1874 cientos de partidas de campesinos armados atacaron al Gobierno federal; se les llama "los religioneros". La campaña se extendió desde 1873 hasta 1876, e hizo caer a la facción exaltada del Gobierno.
A finales de 1876 accede a la presidencia el general Porfirio Díaz. Durante su reinado, la Iglesia recuperó gran parte de la libertad que había tenido, pero sólo porque Díaz la necesitaba para mantener la paz y porque guardó las Leyes de Reforma en un cajón. El régimen concedió permisos para erigir nuevas diócesis y parroquias y abrir seminarios y colegios. Sin embargo, la educación mantuvo sus directrices laicistas.
Una Constitución socialista.
En 1911 el régimen de Díaz, el Porfiriato, cayó, dando paso a una larga serie de guerras civiles que se prolongaron hasta finales de los años 30: campesinos contra latifundistas, la ciudad contra el campo, el presidente contra los que querían ser presidentes, los masones contra los católicos, guerrilleros contra soldados... Por supuesto, las potencias extranjeras tuvieron su papel; en especial Estados Unidos, que compraba petróleo a su vecino del sur.
En febrero de 1917 se la Constitución que, con algunas variaciones, sigue vigente en el país. Fue la Constitución más socialista del mundo... hasta que los bolcheviques hicieron la suya. Ese socialismo no se limitaba a la nacionalización del petróleo y a la formación de explotaciones agrícolas colectivas (los ejidos), sino que daba especial importancia al control de las mentes por un Estado omnipotente: sólo estaba autorizada la educación pública, que era laicista y revolucionaria; la Iglesia católica quedaba sometida al poder, y quien desafiara la revolución acababa en la cárcel o en el paredón.
Entre 1920 y 1928 gobernaron México los generales Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, del clan de Sonora. Ambos detestaban a la Iglesia. En 1925 Calles se decidió a crear una iglesia nacional: cerró docenas de colegios católicos y varias parroquias, expulsó a sacerdotes extranjeros y captó a misioneros protestantes. En el campo político, él y Obregón procedieron a la unificación de los grupos revolucionarios que culminó en los años 30 con la fundación del Partido Nacional Revolucionario, que posteriormente cambiaría ese nombre por el de Partido Revolucionario Institucional; el célebre PRI.
El alzamiento cristero.
El 14 de junio se aprueba la llamada Ley Calles, que desarrollaba el artículo 130 de la Constitución (sólo en 1992 se modificó para permitir la libertad religiosa) y limitaba el número de sacerdotes autorizados para dar culto. En respuesta, el 31 de julio de 1926 el episcopado mexicano ordenó la suspensión del culto.
Desde la aprobación de la Constitución, los católicos estaban organizándose para defender su fe y sus derechos como ciudadanos. La Liga Nacional de Defensa Religiosa, fundada en marzo de 1925, comenzó un boicot económico.
El 3 de agosto se produjo una batalla en el santuario de la Virgen de Guadalupe tras difundirse el rumor de que el Gobierno iba a cerrarlo. A lo largo de ese mes se producen las primeras escaramuzas entre fieles y uniformados del Gobierno, que prosiguen en septiembre. El Gobierno responde con tal represión, que a finales de 1927 había en torno a 20.000 cristeros en armas.
Los cristeros eran en su gran mayoría campesinos, gente en absoluto rica, que sólo habían recibido del Gobierno de la capital y de los militares y funcionarios revolucionarios insultos, humillaciones, impuestos, requisas y persecuciones de orden religioso. Mientras el Ejército lo formaban mercenarios, conscriptos, delincuentes y hasta asesores de Estados Unidos, armados con ametralladoras, trenes, aviones y cañones, los rebeldes eran todos voluntarios, familias enteras, cuyas principales armas eran machetes, viejos fusiles y sus caballos. Su grito de guerra era "¡Viva Cristo Rey!", por lo que se les conoció como cristeros.
El ejército cristero estaba mandado por líderes populares como los generales Jesús Degollado Guízar y Enrique Gorostieta y el coronel Lauro Rocha. Los brotes armados se dieron de manera espontánea, principalmente, en el centro y occidente del país (Jalisco, Zacatecas, Guanajuato y Michoacán), así como en Morelos, el Distrito Federal y Oaxaca
La Cristiada tuvo un carácter religioso innegable. El general federal Eulogio Ortiz hizo fusilar a uno de sus soldados sólo por llevar un escapulario al cuello. Al "¡Viva Cristo Rey!", de los cristeros, durante las batallas y escaramuzas los soldados respondían: "¡Viva Satán!" Cuando los militares entraban en una población abandonada la víspera por los cristeros, incurrían en represalias tales como el saqueo, la profanación de templos y objetos de culto, la ejecución de sacerdotes, el confinamiento en campos de trabajo o el bombardeo del lugar.
Los Arreglos.
Después de casi tres años de campañas, la guerra resultaba ruinosa y vergonzosa para el Gobierno revolucionario: pese a contar con 70.000 soldados, no podía vencer a los que consideraba unos rebeldes analfabetos en alpargatas ("Una reacción de indios embrutecidos por el clero y sumidos en el fanatismo ", según la versión oficial), la producción agrícola se había hundido y la economía estaba estancada. De modo que en 1929 el nuevo presidente, Emilio Portes Gil, ofreció la paz. Los obispos se sentaron muy a gusto en la mesa de negociaciones, en la que también participó, como mediador, el embajador estadounidense, Dwight Whitney Morrow, que insistía al Gobierno y a la prensa para que no hablasen de cristeros sino de bandidos.
En los Arreglos, el Gobierno revolucionario mexicano sólo se comprometía a no aplicar la legislación anticatólica, pero no a derogarla, y a permitir la apertura de iglesias. Sin embargo, los sectores del clero y de los laicos de las ciudades opuestos a los cristeros aceptaron el ofrecimiento, que nunca se habría producido de no ser por la rebelión. Los obispos forzaron a los cristeros, a los que no se había invitado a las negociaciones, a rendirse y desarmarse.
Una nueva cristiada.
En cuanto dejaron las armas, los cristeros empezaron a ser asesinados. En los años siguientes murieron unos 1.500, más que en toda la guerra. En 1932 Pío XI condenó, en la encíclica Acerba Animi, la ruptura de los Arreglos. Se produjo una nueva rebelión en 1932, que sumó 7.500 cristeros en 15 estados en 1935. Hubo entonces prelados que los desautorizaron y les culparon de los actos anticlericales cometidos por el Gobierno del general Lázaro Cárdenas.
Las partidas sobrevivieron en el norte de Puebla hasta 1938 y en Durango hasta 1941. El último cristero, Federico Vázquez, se rindió en Durango en 1941 y fue asesinado por diez sicarios enviados por el gobernador local, militante del partido que en 1946 pasaría a llamarse PRI.
Mucha de la violencia que sacude hoy México proviene de esa época, tan cruel como desconocida.