He aquí un análisis interesante a propósito del prejuicio anticapitalista de los intelectuales publicado en el blog "Verdades que ofenden"
https://laverdadofende.wordpress.com/
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Observamos
con grave preocupación la actitud de los intelectuales occidentales
respecto a la sociedad en que viven. El hombre posee imágenes mentales,
representaciones a escala progresiva del Universo, de los objetos y de
las fuerzas presentes en él, de sí mismo y de su relación con estos
objetos y estas fuerzas. Estas imágenes se pueden comparar, poco más o
menos, a los antiguos mapas adornados con pequeñas figuras. Obrar
racionalmente significa, en cierto sentido, orientarse con la ayuda de
los mapas, aun cuando sean inexactos, de que cada uno puede disponer.
La amplitud, la riqueza de detalles y la precisión de estos mapas o
representaciones dependen enteramente de la comunicación entre los
individuos. La educación consiste en la transmisión de cierto número de
estas imágenes y en el fomento de la natural facultad de producirlas. En
cualquier grupo social elegido al azar se puede observar que no todos
los miembros son igualmente activos en la comunicación; en toda sociedad
organizada conocida, una parte de los miembros está especializada en el
tratamiento de la misma. Su importancia para la sociedad es inmensa: la
acción “racional”, individual o colectiva, ha de realizarse sobre la
base “conocida” de las imágenes de la realidad que han sido difundidas.
Estas imágenes pueden ser engañosas, y entonces la acción “racional”
que se basa en “mapas” mal trazados es absurda a la luz de un
conocimiento mejor y puede resultar perjudicial; el estudio de las
sociedades primitivas nos proporciona numerosos ejemplos.
Desde
el punto de vista subjetivo, es racional combatir contra los molinos de
viento, si se está plenamente convencido de que son gigantes malvados
que tienen prisioneras a encantadoras princesas. Pero es más exacto
considerarlos como aparatos, no muy eficaces, para aprovechar —con el
fin de moler cereales— una forma de energía que aparece de manera muy
irregular. Puede suceder que no tengamos simpatía por el molinero, que
puede ser una mala persona; pero es pura fantasía poética, en el mejor
de los casos, ver en él a un personaje que causa perjuicios a los campos
desplegando sus malvadas alas. No faltan entre los intelectuales
occidentales alucinaciones de este tipo, derivadas del injerto de un
fuerte sentimiento sobre un débil tronco de conocimiento positivo.
El
conocimiento positivo es un modo de entender las cosas que nos rodean,
que nos permite seguir el mejor camino hacia nuestra meta. Así, una
cierta comprensión de las fuerzas que operan el el ambiente en que nos
movemos nos ha permitido hacerles actuar para nuestros fines y es un
hecho demostrado por la experiencia que se puede cambiar la disposición
de los hombres (es decir de la sociedad), lo mismo que la disposición de
las cosas (es decir de la naturaleza). Como en el ejemplo anterior,
ello exige conocimiento: al ignorante los mecanismos sociales le parecen
inútilmente complicados, lo mismo que le parece enormemente complicada
una máquina. En realidad, como sabemos, toda estructura orgánica es
mucho más compleja que una estructura inorgánica, pero los hombres son
mucho más reacios a admitir su propia ignorancia en cuestiones sociales
que cuando se trata de fenómenos físicos: “de re mea agitur”. Añádase
que en el campo de la sociedad humana el criterio de juicio es doble.
Los
hombres expresan juicios de valor, algunos de los cuales son éticos y
se refieren al “bonum honestum”; estos juicios no se refieren nunca a
fuerzas o entidades que se sepa carecen de inteligencia. Un niño o un
salvaje llevados a ver un horno siderúrgico pueden asustarse del ruido y
llamarlo “malo”. Pero abandonarán esta idea apenas comprendan que el
horno no tiene alma. Nadie que tenga en la materia conocimientos
fundados pensará que el horno es malo sólo porque es intensamente rojo,
emite a veces torrentes de lava incandescente y se nutre de chatarra y
carbón, que es negro. Se trata sencillamente de un ingenio, bueno en
cuanto instrumento, ya que permite producir instrumentos y máquinas que
sirven a los fines del hombre. Ninguna persona razonable echará la culpa
al horno por la maldad de ciertos fines para los que las máquinas son
usadas por los hombres (como una guerra de agresión), y todos comprenden
que la máquina es un buen servidor y que sólo los hombres son
responsables del mal uso que de ellas se hace; al escolar que se obstine
en una concepción animista el maestro le demostrará que se trata de una
superstición, y, sin embargo, el mismo maestro considera acaso el
“capitalismo” de la misma manera que el alumno supersticioso e ignorante
considera el horno, y ve en él el monstruo malvado autor de daños y
perjuicios y no instrumento, útil lo mismo que el horno, para la
producción de bienes instrumentales.
Es
indiscutible que las consideraciones morales tienen su importancia
cuando se valoran los aparatos sociales, al contrario de lo que ocurre
respecto de los ingenios mecánicos. Todo sucede porque en los aparatos
sociales intervienen factores morales, por lo que dichos aparatos se
prestan a un doble criterio de valoración: la eficacia y la moralidad.
Una discusión general sobre la compatibilidad de estos criterios nos
llevaría al campo de la metafísica, pero nosotros trataremos de
permanecer en un plano menos elevado. Puesto que el atributo de bueno y
de malo (desde un punto de vista moral) se refiere sólo a las
conciencias, un instrumento puede ser malo sólo indirectamente. Es
claramente digno de ser condenado el instrumento que hace peores a los
hombres; tal es el criterio en que se basó Platón para definir como
“mala” la política de Pericles. Algunos entre los más grandes pensadores
de la humanidad han sostenido que el hombre se hace peor desarrollando
sus necesidades y se hace mejor reprimiéndolas; los estoicos subrayaron
que nos hacemos esclavos de nuestros deseos, los cínicos añadieron que
toda renuncia a un deseo representa la conquista de un grado de
libertad, los primeros padres de la Iglesia enseñaron que el interés
por los bienes materiales nos pone bajo el dominio del “príncipe de este
mundo”, y, en una época más cercana a nosotros, Rousseau reelaboró este
tema con fascinadora elocuencia. Si se adopta este punto de vista, son
realmente “malos” aquellos instrumentos que tratan, de cualquier manera,
de ampliar la esfera de nuestras necesidades, satisfaciéndolas una tras
otra, haciendo entrever la esperanza de poder satisfacer cualquier
nueva necesidad. Según este criterio, aquel instrumento social que es
el capitalismo es “malo”, pero, por la misma razón, lo son también los
aparatos mecánicos de la industria. Sin embargo, esta opinión no la
admiten los contemporáneos, los cuales más bien desean ardientemente que
sus necesidades puedan ser satisfechas cada vez mejor. Por esta razón,
parece que las invectivas contra el “dinero” carecen de sentido: si los
hombres desean “bienes”, no pueden menos de desear el dinero, que es el
denominador común de estos bienes, la puerta que da entrada a los
mismos, y el “poder del dinero” no es otra cosa que la materialización
del poder de estos bienes sobre los deseos humanos.
Señalar
a los hombres la limitación de algunos objetos de sus deseos es tarea
de los maestros espirituales y morales. La prohibición de la autoridad
temporal de adquirir estos bienes empuja a cometer violaciones de la
ley y a crear un conjunto de intereses criminales. Estos son ejemplos
claros del efecto perjudicial que los instrumentos sociales pueden tener
sobre el carácter del hombre. El mundo civilizado se ha asombrado de la
existencia de una sociedad criminal poderosamente organizada tras la
fachada de la vida americana; su rápido desarrollo se debió a la
prohibición de los juegos de azar. Estos fenómenos nos advierten que se
puede obtener un resultado contrario a las intenciones cuando se emplean
instrumentos sociales para elevar el nivel moral del comportamiento
humano. Es además bien sabido que todo intento de modificar las acciones
humanas con medios distintos de una educación del espíritu del hombre
suele ser vano y, en todo caso, no constituye un progreso moral.
El capitalismo como instrumento social ofrece un cuadro poco grato al intelectual. ¿Por qué? Para usar su vocabulario, porque nos hallamos en presencia de egoístas en busca de exaltación personal.
¿De qué manera ocurre esto? Proporcionando a los consumidores lo que
éstos desean o pueden ser inducidos a desear. Sorprende el hecho de que
el mismo intelectual no se escandalice ante el funcionamiento de la
democracia hedonista; también aquí hombres que piensan sólo en sí mismos
realizan su propia exaltación mediante la promesa a otros hombres de
cuanto éstos quieren o pueden ser inducidos a pedir. La diferencia
parece consistir principalmente en que el capitalista cumple las
promesas y, en todo el mundo occidental, el cumplimiento de las promesas
políticas parece depender de los éxitos del capitalismo. Otro aspecto
del capitalismo que le hace desagradable a los intelectuales es la
“degradación de los trabajadores a la condición de puros instrumentos”.
En palabras de Kant. es siempre inmoral tratar a los hombres como medios
y no como fines. Pero la experiencia nos enseña que éste no es un
comportamiento insólito ni característico del capitalismo. Rousseau
opina que esta conducta se halla implícita en una sociedad civilizada en
que se multiplican los contactos ocasionales, basados en la utilidad
más bien que en el afecto, y que dicha conducta se va extiendiendo cada
vez más a medida que los contactos aumentan y los intereses se
interfieren. El punto de vista de Marx es menos filosófico y se apoya
más en la historia. Cuando el capitalista apareció, dice, encontró al
alcance de la mano una población que había sido tratada como instrumento
por anteriores explotadores, antes de que se adueñara de ella el
burgués emprendedor, y la existencia de un proletariado que podía ser
tratado de esta manera tenía su origen en la expropiación de los
campesinos. He aquí el motivo que impulsó a los trabajadores, privados
de sus instrumentos de producción, a trabajar para otros que disponían
de ellos. Si esta teoría (que se inspira claramente en el cercado de las
tierras) fuese cierta, el capitalismo habría encontrado sus mayores
dificultades para imponer “salarios de esclavos” en los países en que
era más fácil adquirir tierras, es decir, en los Estados Unidos.
No
hay que excluir que la representación mental del capitalismo haya
reflejado una dicotomía que los economistas clásicos consideraban
necesaria en el plano lógico: la distinción entre consumidor y
trabajador. El empresario era representado como sirviendo al consumidor y
sirviéndose del trabajador. Semejante distinción puede hacerse también
en el caso de Robinson Crusoe: se pueden representar sus recursos
físicos (“el trabajador”) en el acto de ser explotados para satisfacer
sus necesidades (“el consumidor”). Esta materialización de los dos
aspectos del público odía sostenerse intelectualmente al comienzo de lo
que llamamos época capitalista. En efecto, hasta entonces el público
consumidor se distinguía netamente del público trabajador formado por
los artesanos, dedicados principalmente a la producción de bienes de
lujo para uso de los ricos, los cuales vivían de ingresos no ganados
procedentes de los productos del campo. Pero precisamente en la época
capitalista, los asalariados productores de bienes industriales y los
compradores de tales bienes en el mercado se fueron indentificando cada
vez más. Podría hacerse una extraordinaria ilustración de la evolución
social averiguando qué parte de los bienes de consumo producidos
industrialmente ha ido a parar a los asalariados ocupados en su
producción. Esta parte ha ido en constante aumento con el capitalismo,
de suerte que la distinción se ha convertido cada vez más en un concepto
teórico. Es innecesario observar que esta distinción es
intelectual-mente útil en toda economía en la que prevalece la división
del trabajo. También el trabajador soviético es empleado para
servir al consumidor soviético; la diferencia consiste en que es
empleado más despiadadamente como trabajador y se le da menos como
consumidor.
Por
gran parte de los intelectuales occidentales contemporáneos se
construye y difunde una imagen deformada de nuestras instituciones
económicas. Se trata de un hecho peligroso, pues tiende a apartar de
tareas realizables y constructivas un sano estímulo a la reforma
orientándolo hacia tareas irrealizables y destructivas. La
parte que el historiador ha tenido en la deformación de la imagen ha
sido ya examinada, especialmente en lo que concierne a la interpretación
de la “revolución industrial”. No tengo mucho que añadir. Los
historiadores, al describir las miserables condiciones sociales cuyas
pruebas han encontrado ampliamente, han cumplido con lo que
evidentemente era su deber; pero han sido sumamente incautos en la
interpretación de los hechos. En primer lugar, han dado, al parecer, por
demostrado que el repentino aumento de la conciencia social y de la
indignación por la miseria sea indicio seguro de un aumento de la
indigencia; no parece que hayan pensado mucho en la posibilidad de que
este aumento de conciencia dependiera también de los nuevos medios de
expresión (debido, en parte, a la concentración de los trabajadores, y,
en parte, a una mayor libertad de palabra), de una creciente
sensibilidad filantrópica (como lo demuestra la lucha por la reforma de
las leyes penales) y de una nueva conciencia del poder del hombre para
combatir las cosas, causada por la propia revolución industrial. En
segundo lugar, no parece que distinguieran suficientemente entre los
sufrimientos que acompañan a toda gran migración (y hubo una emigración
hacia la ciudad) y los producidos por el sistema de fábrica.
Finalmente, no parece que hayan atribuido suficiente importancia a la
revolución demográfica. Si hubieran empleado el método comparativo, tal
vez habrían descubierto que una fuerte afluencia hacia las ciudades, con
sus secuelas de pobreza y miseria, se produjo también en países no
afectados por la revolución industrial, donde aparecieron miles de
mendigos en lugar de trabajadores mal pagados. En igualdad de presión
demográfica, ¿habrían sido mejores las condiciones sin el desarrollo
capitalista? La respuesta está implícita en las condiciones de los
países superpoblados y subdesarrollados1. Pero los errores metodológicos de este tipo son insuficientes frente a los errores de fondo.
La
gran mejora en las condiciones de los trabajadores obtenida a lo largo
de los últimos cien años la atribuyen muchos a la presión sindical y a
buenas leyes que han corregido un mal sistema. Por otra parte, podemos
preguntar si esta mejora se habría verificado sin los éxitos de este mal
sistema, y si la acción política no se limitó a hacer caer del árbol el
fruto que aquél había madurado. La búsqueda de la causa
verdadera tiene su importancia, ya que una errónea atribución del mérito
puede conducir a la convicción de que el fruto se produce sacudiendo
el árbol. Finalmente, podemos preguntarnos si los “tiempos
duros”, que con tanto rencor se recuerdan y de los que se hace culpable
al capitalismo, fueron característica específica del desarrollo
capitalista, o más bien fueron un aspecto de un rápido desarrollo
industrial (sin ayudas exteriores) que se encuentra en cualquier
sistema social. ¿Acaso la Magnitogorsk de los años 1930 aventaja tanto a
la Manchester de 1930?
Es
extraño que el historiador no logre “perdonar” los horrores de un
proceso que ha tenido una parte evidente en lo que él llama “progreso”,
cabalmente en una época enferma de “historicismo”, cuando se
encuentran comúnmente excusas para explicar los horrores que se
verifican hoy justificándolos con la afirmación de que conducirán a
algo bueno, afirmación que por ahora no se puede demostrar.
Indiscutiblemente, la indignación estaría más justificada si se
dirigiera contra lo que hoy ocurre, contra acontecimientos sobre los que
podemos esperar tener cierta influencia, más bien que contra lo que ya
no se puede remediar. V, sin embargo, vienen con facilidad a la
mente ejemplos de escritores que han cargado el acento sobre las
privaciones de la clase trabajadora británica en el siglo XIX, mientras
nada tienen que decir sobre el forzoso encuadramiento de los campesinos
rusos en los koljoz. Aquí el prejuicio es descarado.
¿Existen
razones específicas que expliquen el prejuicio del historiador? Creo
que no. La actitud del historiador presentaría un problema especial sólo
si se pudiera demostrar que él fue el primero que puso de relieve los
males del capitalismo, que los demás intelectuales no habían percibido
anteriormente, induciéndoles de este modo a cambiar su punto de vista.
Pero en realidad no ocurrió así. Concepciones negativas del capitalismo,
sistemas enteros de pensamiento contrarios a él. prevalecían en amplios
sectores del mundo intelectual antes de que los historiadores
expusieran las injusticias pasadas del capitalismo, o antes incluso de
que prestaran atención a la historia social. El mayor éxito de Marx es
probablemente el haber dado origen a este estudio, que nació y creció en
un clima anticapitalista. El historiador no busca hechos sin un fin: su
atención se fija en ciertas cuestiones bajo la influencia de sus
problemas o de otros problemas corrientes relacionados con su época, y
éstos le inducen a buscar ciertos datos que tal vez han sido descartados
por anteriores generaciones de historiadores en cuanto considerados
como de escasa importancia; él los examina empleando esquemas mentales y
juicios de valor que comparte al menos con algunos de los pensadores
contemporáneos suyos. El estudio del pasado lleva así siempre la
impronta de las opiniones del presente. La ciencia histórica cambia con
el tiempo y está sujeta al proceso histórico. Ninguna filosofía de la
historia es posible si no es aplicando la filosofía a la historia.
Resumiendo, la actitud del historiador refleja una actitud difundida
entre los intelectuales en general. De ahí que sea a la actitud de los
intelectuales a la que debemos dirigir nuestra atención.
La
sociología y la historia social son disciplinas que hoy están muy en
auge y debemos buscar en ellas una ayuda. Sus cultivadores, por
desgracia, han dedicado poca o ninguna atención a los problemas
referentes al intelectual. ¿Cuál es, y cuál ha sido, su puesto en la
sociedad? ¿A qué tensiones da lugar? ¿Cuáles son los rasgos
característicos de la actividad intelectual, y qué complejos tiende ésta
a crear? ¿Cómo han evolucionado las actitudes del intelectual hacia la
sociedad, y cuáles son los factores de esta evolución? Todos estos y
muchos otros problemas deberían atraer a los estudiosos de ciencias
sociales; su importancia ha sido señalada por los mayores pensadores
(como Pareto, Sorel, Michels, Schumpeter y, primero entre todos, J. J.
Rousseau), pero la “infantería de la ciencia”, por decirlo así, no los
ha seguido, y ha dejado sin explorar este vasto y fructífero campo de
estudio. Por ello debemos contentamos con los escasos datos que poseemos
y rogamos se nos disculpe la inexperiencia y la confusión en nuestro
intento de investigación, realizada sin los medios adecuados.
La
historia de los intelectuales occidentales a lo largo de los diez
últimos siglos se puede dividir fácilmente en tres partes. En el primer
período, la “intelligentsia” fue levítica: los únicos
intelectuales fueron los llamados y ordenados al servicio de Dios; ellos
eran guardianes e intérpretes del verbo divino. En el segundo período
asistimos a la aparición de la intelectualidad laica,
siendo sus primeros representantes los consejeros reales; el desarrollo
de la profesión legal proporcionó durante mucho tiempo el mayor número
de intelectuales laicos; otra fuente fue la de los juglares de corte,
que poco a poco fueron ampliando sus intereses, pero fue una fuente
numéricamente muy poco importante. Esta intelectualidad laica aumentó
lentamente en número, pero rápidamente en influencia, y condujo una
agresiva batalla contra los intelectuales eclesiásticos, que fueron poco
a poco sustituidos en las funciones principales de la clase
intelectual. En un tercer período, que coincide con la revolución
industrial, nos hallamos ante una extraordinaria proliferación de los
intelectuales laicos, favorecida por la generalización de la educación
laica y por el hecho de que la prensa (y más tarde la radio) se
convirtió en una gran industria (efecto también de la revolución
industrial). Esta “intelectualidad” laica es desde este momento con
mucho la más influyente y constituye el objeto de nuestro estudio.
Los
intelectuales occidentales, en grandísima mayoría, muestran y
proclaman su hostilidad hacia las instituciones que denominan
globalmente capitalismo. Cuando se les pregunta sobre los motivos de esta hostilidad, dan razones afectivas, como el interés por el “trabajador”, la antipatía hacia el “capitalista”, y razones morales como “la crueldad y la injusticia del sistema”.
Esta actitud revela una singular semejanza superficial con la actitud
de la intelectualidad clerical de la Edad Media (y un estridente
contraste, según veremos, con la de la intelectualidad laica hasta el
siglo XVIII). El centro de la atención y de la actividad de la
Iglesia medieval lo constituían los desgraciados: ella era la protectora
de los pobres y se ocupaba de todas las funciones que ahora han pasado
al “Estado providencia”: alimentar a los indigentes, curar a los
enfermos, educar al pueblo. Todos estos servicios eran gratuitos,
sostenidos por la riqueza que la Iglesia sacaba de las tasas
eclesiásticas y de las cuantiosas donaciones, enérgicamente solicitadas.
La Iglesia no sólo ponía siempre la condición de los pobres ante los
ojos de los ricos, sino que reprendía continuamente a éstos,
actitud que no debe considerarse como un mero intento de ablandar el
corazón de los ricos por su bien moral y en beneficio material de los
pobres. No sólo se exhortaba a los ricos a que dieran, sino también a
que se abstuvieran de perseguir la riqueza. Consecuencia, perfectamente
lógica, del ideal de la imitación de Cristo. El
afán de bienes terrenos no estrictamente necesarios se consideraba
decididamente “malo”: “Teniendo con qué alimentarnos y con qué
cubrirnos, estemos con eso contentos. Los que quieren enriquecerse caen
en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas, que
hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de
lodos los males es la avaricia” (I Tim. 6, 8-10). Es claro que una fe
que ponía a los hombres en guardia contra los bienes terrenos (“.No
améis al mundo ni lo que hay en el mundo”, I.” carta de San Juan. 2. 15)
no podía menos de considerar a los más entusiastas y afortunados
buscadores de tales bienes como una vanguardia que arrastraba a sus
propios seguidores a la destrucción espiritual. Los modernos, por otra
parte, tienen una visión mucho más positiva de los bienes de este mundo:
el aumento de la riqueza les parece una cosa excelente, y la misma
lógica les debería llevar a considerar a aquellos mismos hombres como
una vanguardia que conduce a quienes la siguen a aumentar las riquezas
materiales.
En
la situación material de la Edad Media esta concepción habría sido poco
realista. Mientras la riqueza procedía de la tierra, en la cual no se
realizaban mejoras, y mientras los ricos no efectuaban inversiones
productivas, en nada podía beneficiarse la multitud de la existencia de
los ricos, si bien esta existencia hizo surgir las industrias artesanas
a partir de las cuales se desarrollaron, mucho después, las industrias
que producían para las masas; además, su existencia sirvió al
desarrollo de la cultura. Es tal vez digno de notarse que el uso moderno
del beneficio, la expansión derivada de las ganancias
retenidas, surgió y se erigió en sistema en los monasterios; los santos
varones que los gobernaban no vieron nada malo en extender sus
propiedades y en cultivar nuevas tierras, en construir edificios
mejores, en emplear cada vez un número mayor de personas. Ellos fueron
el primer ejemplo del tipo de capitalista ascético y no consumidor.
Berdiaef ha observado con razón que el ascetismo cristiano tuvo una
parte fundamental en el desarrollo del capitalismo; es una de las
condiciones para que haya reinversión.
Me complace observar que los
intelectuales modernos consideran favorablemente la acumulación de
riqueza por parte de organismos que llevan el sello del Estado (empresas
nacionalizadas), que no dejan de tener cierta semejanza con las
empresas monásticas. Sin embargo, no reconocen el mismo fenómeno cuando
falta el sello estatal.
El
intelectual se considera un aliado natural del trabajador. Esta alianza
se concibe, por lo menos en Europa, como una alianza de armas. En la
mente del intelectual está arraigada la imagen del hombre de pelo largo y
del hombre de mono azul, en pie en las barricadas, uno junto al otro.
Parece que esta imagen tiene su origen en la revolución francesa de
1830, y que encontró el fervor general en la de 1848. La imagen se
proyectó entonces hacia atrás en la historia. Se dio por demostrada la
alianza permanente entre la minoría de los pensadores y la masa de los
trabajadores, y la poesía romántica expresó y difundió esta concepción.
Pero el historiador no encuentra vestigio alguno de esta alianza en el
caso de la intelectualidad laica. Sin duda el clero estaba entregado a
curar y confortar a los pobres y a los infelices; más aún, sus filas se
nutrían continuamente con personas procedentes de las clases más bajas;
de ahí que la intelectualidad eclesiástica fuera el camino por el que
los pobres de talento podían llegar a dominar a príncipes y reyes. Pero
la intelectualidad laica, alejándose en su desarrollo de su origen
clerical, parece que se desentendió de las preocupaciones de la
Iglesia. Las muestras de su interés por lo que en el siglo XIX se llamó
la “cuestión social” son, hasta este siglo, muy escasas. Existe, en
cambio, una amplia documentación de la lucha de los intelectuales laicos
contra las instituciones de beneficiencia de la época administrada por
la Iglesia. En la Edad Media la Iglesia había amasado una
inmensa riqueza con las donaciones de los fieles y las fundaciones para
fines benéficos. Desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII estas
riquezas fueron restituidas a la propiedad privada mediante extensas
confiscaciones y en este movimiento los intelectuales desempeñaron una
función de primer plano. Puesto que estaban al servicio del poder
temporal, empezaron a observar que los bienes eclesiásticos eran los
que más difícilmente estaban sometidos a impuestos, y poco a poco
llegaron a pensar que la propiedad sería más productiva en manos de los
particulares, y, por consiguiente, que la empresa privada era la que
mejor servía a las cajas del tesoro del príncipe; finalmente, resultó
evidente que el príncipe perdía sus rentas y el subdito sus
oportunidades a causa de la acumulación de riqueza en manos perpetuas
(véase el informe de D’Aguesseau sobre las fundaciones perpetuas)2.
Los
intelectuales laicos tenían en poca consideración las necesidades
sociales a que hacían frente las instituciones que ellos trataban de
destruir: se tenía que haber hecho una redada de mendigos y mandarlos a
los trabajos forzados; he ahí el gran remedio, en abierto contraste con
la actitud medieval. Es oportuno comparar la actitud de los
intelectuales laicos y la de los más violentos opositores de los
servicios sociales en nuestros días, sólo que aquéllos fueron mucho más
lejos, adoptando una actitud que acaso reaparezca en nuestra época,
dentro de algunas generaciones, en caso de que los servicios sociales
absorban gran parte de la riqueza nacional de una economía pobre.
En
abierta contradicción con los monjes, que tenían que vivir en pobreza
junto con los trabajadores, los intelectuales laicos fueron al principio
compañeros y servidores de los poderosos. Se les puede llamar
amigos del hombre común en el sentido de que combatieron las
distinciones debidas al nacimiento y vieron con favor la subida de los
plebeyos, especialmente de los comerciantes. Existía un natural vínculo
de simpatía entre el comerciante y el funcionario, ya que la importancia
de ambos iba en aumento, pero ambos eran tratados aún como socialmente
inferiores. Existía una semejanza natural en el sentido de que ambos
eran calculadores, sopesadores “racionales”. Existía, en fin, una
natural alianza entre los intereses de los príncipes y de los
comerciantes. La fuerza del príncipe dependía de la riqueza del país, y
ésta dependía de la iniciativa individual; estas relaciones las
percibieron y expresaron, ya a comienzos del siglo XIV, los consejeros
laicos de Felipe el Hermoso de Francia. Los letrados al servicio de los
príncipes tendían a liberar la propiedad de las trabas medievales para
estimular una economía en expansión, en beneficio de las finanzas
públicas. Todos estos términos son aquí anacrónicos, pero no expresan
mal la política de entonces.
La hostilidad hacia quien se enriquece, hacia el “homme d’argent” es una actitud reciente de la intelectualidad laica.
Cualquier historia de la literatura europea no puede menos de citar los
nombres de numerosos personajes, hábiles para hacer dinero, que
protegieron a intelectuales y, a lo que parece, se ganaron el afecto y
el respeto de sus protegidos; así, la valentía que demostraron los
hombres de letras que defienderon a Fouquet (cuando este financiero y
ministro de Hacienda de Luis XIV fue hecho prisionero) demuestra los
profundos sentimientos que había inspirado. Los nombres de Helvetius y
de Holbach deben aparecer necesariamente en cualquier historia del
pensamiento antes de la Revolución francesa; estos dos “hommes
d’argent” eran muy admirados en su ambiente, mientras que el personaje
más popular entre los intelectuales franceses en tiempos de la
Revolución era el banquero Necker, en la revolución de 1830 otro
banquero, Lafitte, es el personaje de primer plano. Pero a partir de
entonces los caminos se separan: en adelante los intelectuales no
aceptan ya la amistad de los capitalistas, los cuales, a su vez, dejan
de ser posibles figuras inspiradoras como había sido Necker4.
Es
bastante extraño que la pérdida de popularidad de quien se enriquece
coincida con un aumento de su utilidad social. Los ricos a quienes tanto
habían admirado los intelectuales franceses de los siglos XVII y XVIII
eran en gran parte concesionarios de impuestos (publícanos). El
fundamento económico de la concesión es sencillo: las
sociedades concesionarias alquilaban el privilegio de exigir un
determinado impuesto pagando cierta cantidad de dinero al fisco, y se
preocupaban de que mucho más del montante oficial fuera a llenar sus
arcas; la diferencia constituía su beneficio bruto; restando de éste el
coste de la exacción se obtenía un pingüe beneficio. Esta manera de
proceder merece ciertamente el nombre de “explotación” mucho más que
cualquier forma moderna de obtener beneficio. Por lo demás,
estos beneficios sólo en raras ocasiones se empleaban en inversiones
productivas para el país; los concesionarios de impuestos eran famosos
por la pompa de sus consumos. Como su privilegio era lucrativo, se
ganaban a las personas influyentes de la corte ayudándolas, “en caso de
dificultad”, con gran generosidad. De esta manera, el concesionario de
impuestos reunía en sí todos los caracteres que suelen atribuirse al
“mal capitalista”, sin ninguna de las cualidades que rescatan a este
último; no producía nada, sus beneficios eran proporcionales al rigor de
sus agentes, y mantenía su privilegio con la corrupción. ¡Es
realmente paradójico que este tipo de hombre que se enriquece fuera
admirado por el intelectual de su tiempo, y que cayera en la
impopularidad cuando su forma principal de hacer dinero fue la
producción de bienes para uso popular!
Hasta
finales del siglo XVIII la intelectualidad laica no fue numerosa; de
ahí que su nivel intelectual medio fuera alto. Por lo demás, sus
miembros se formaban en colegios eclesiásticos, donde recibían una
sólida preparación en la lógica, preparación que la “instrucción
científica” de nuestros días parece incapaz de sustituir. Por ello su
mente se sentía inclinada a la coherencia; es sorprendente lo común que
en sus obras, si las comparamos con las de nuestros contemporáneos, era
el mérito de la coherencia del razonamiento. Para mentes así formadas,
tan pronto y en la medida en que se separaban las preocupaciones de
este mundo de las verdades espirituales, el criterio para definir un
bien terreno era necesariamente lo que nosotros llamamos eficacia. Si,
siguiendo el ejemplo de Descartes, aislamos lo que sucede en el espacio y
lo percibimos directamente, podemos afirmar con razón que un movimiento
es mayor o menor que otro, y legítimamente definir mayor o menor la
“fuerza” que lo causa. Si los acontecimientos sociales se consideran
como movimientos, algunos de los cuales deseables, entonces es un “bien”
que éstos sean producidos, y las fuerzas que tienden a producirlos son
“buenas”, y los medios que tienden a hacerlas surgir y a aplicarlas al
fin son mejores o peores en proporción a su eficacia. Muchos
intelectuales europeos piensan ingenuamente que la “eficiencia” es un
fetiche americano reciente. Pero no es cierto. En cualquier cosa que se
considera ¡nslrwnenlaliler como
un agente para producir otra cosa se debe tener en cuenta la mayor o
menor eficiencia del agente, y Descartes habló más de una vez. en este
sentido, de la mayor o menor “virtud” del agente. Parece claro que.
cuanto más nos inclinamos hacia una concepción monista del Universo que
establece como resultado a alcanzar la riqueza de la sociedad, tanto
más necesario es tender a hacer coincidir la eficiencia al servicio de
las necesidades y de los deseos con el bien social. Es, sin embargo,
bastante sorprendente que no se haya producido en los últimos 150 años
semejante evolución del juicio intelectual, en consonancia con la
evolución hacia el monismo materialista. Juicios morales,
desastrosamente separados de su base metafísica, brotan y se propagan
desordenadamente obstaculizando la acción temporal.
Parece
por lo menos plausible buscar alguna relación entre este cambio de
actitud y la ola de romanticismo que se abatió sobre los intelectuales
occidentales. Los constructores de fábricas pisotearon las bellezas de
la naturaleza precisamente cuando éstas eran descubiertas; el éxodo de
los campos coincidió con una admiración totalmente nueva por la vida
campestre. Un brusco cambio de ambiente separó al hombre de las
costumbres antiguas precisamente cuando éstas se ponían de moda:
finalmente, la vida en las ciudades se convirtió en una vida entre
extraños precisamente en el momento en que se proclamaba que la sociedad
civil era insuficiente para el bienestar del hombre y se insistía sobre
la necesidad de un sentimiento y de un vínculo comunitario. Todos estos
temas pueden encontrarse en Rousseau. Este gran filósofo sabía
perfectamente que los valores que amaba se oponían al progreso de la
sociedad occidental; por ello no deseaba en absoluto el progreso: no
quería la sucesiva aceleración de nuevas necesidades, el mostruoso
hincharse de las ciudades, la vulgarización del saber, etc. Era
coherente, pero los intelectuales de Occidente no pudieron apartarse de
su entusiasmo por el progreso. De ahí que consideraran el desarrollo
industrial como un gran despliegue de las alas del hombre, y, al mismo
tiempo, los aspectos del mismo que negaban abiertamente los valores
“bucólicos” como deplorables defectos. Sin duda estos defectos dependían
de la avidez, pero ¡también dependía de ella el proceso del desarrollo
industrial! Hay una natural homogeneidad entre las actitudes que se
refieren a un determinado proceso general.
La
actitud del intelectual respecto al proceso económico general es en
realidad doble. Por un lado, está orgulloso de los resultados de la
técnica y se alegra de que los hombres obtengan un mayor número de
“bienes” deseados. Por otro, siente que el ejército victorioso de la
industria destruye valores, y que su disciplina es dura. Estas dos
actitudes se conciban convenientemente atribuyendo a la “fuerza” del
“progreso” todos los aspectos del progreso que gustan, y a la “fuerza”
del “capitalismo” todo lo que no gusta.
Tal
vez haya que notar que precisamente el mismo error que se comete a
propósito de la creación económica se comete, a nivel metafísico, a
propósito de la Creación, ya que la mente humana tiene una capacidad
limitada y le falta la variedad, incluso en los errores. La atribución a
fuerzas esencialmente distintas de lo que se considera bueno y de lo
que se considera malo en el proceso estrictamente vinculado de
desarrollo económico nos hace pensar naturalmente en el maniqueísmo.
Este tipo de error no ha desaparecido, sino que tiende a agravarse en
réplicas del tipo de las de Pope, para quien todo es bueno y todo
aspecto desagradable es la condición para algún bien.
No
debe extrañarnos que la discusión del problema del mal en la sociedad
tienda a seguir el esquema de la más antigua y amplia discusión del
problema del mal en el universo, cuestión a la que se ha aplicado una
concentración intelectual muy superior a la que se ha dedicado a la más
limitada versión moderna. Yernos que la intelectualidad laica emite
juicios sobre la organización temporal, no considerando su
correspondencia con el fin propuesto, sino desde un punto de vista
“ético” (si bien los principios morales a que se apela jamás se enuncian
claramente, y tal vez ni siquiera se conciben). Oímos a los
estudiantes occidentales afirmar que el bienestar de los trabajadores
debe ser el fin de los responsables de la economía y que, a pesar de que
este fin se ha alcanzado en los Estados Unidos y no en la U.R.S.S., él
es el motivo inspirador de los responsables de la economía soviética y
no de los occidentales (por lo menos eso dicen los estudiantes),
y, por lo tanto, hay que admirar a aquéllos y condenar a éstos. Nos
hallamos claramente ante un caso de jurisdicción “in temporal», rationc
peccati”. El intelectual laicio, en este caso, no juzga los mecanismos
sociales como mecanismos (¡y el mecanismo que consigue el bien de los
trabajadores con la indiferencia de los responsables es ciertamente, ex Ilipolhesi, un
excelente ingenio si se le compara con el que no produce el bien de los
trabajadores a pesar de la promesa de los responsables!), sino que se
presenta como guía espiritual con una preparación tal vez insuficiente.
Para
ofrecer una rápida panorámica de las actitudes que sucesivamente han
adoptado los intelectuales laicos de Occidente, diremos que la
intelectualidad laica comenzó como reacción a la jurisdicción espiritual
de la intelectualidad clerical, al servicio del poder temporal, y se
preocupó de llevar un elemento de racionalidad a la organización de los
fines terrenos, que eran considerados como datos. A lo largo de los
siglos la intelectualidad desgastó el poder de la Iglesia y la autoridad
de la revelación, dejando así libre el campo a los poderes temporales.
El poder temporal toma las dos formas fundamentales de la espada y de la
bolsa. La intelectualidad favoreció el poder de la bolsa y, después de
liquidar el poder social de la Iglesia, dirigió su propia acción contra
las clases de la espada, especialmente contra el soberano político,
principal portador de espada. El retroceso del poder eclesiástico y del
militar dieron naturalmente plena libertad al poder del dinero. Pero los
intelectuales cambian de nuevo y proclaman una cruzada espiritual
contra los responsables de la economía de la sociedad moderna. ¿Se debe
esto, tal vez, a que los intelectuales tienen que estar en contra de
cualquier grupo dominante? ¿O existen causas especiales de antagonismo
hacia los hombres de empresa?
El
intelectual ejerce un tipo de autoridad llamada persuasión, y ésta le
parece la única forma buena de autoridad. Es la única que admiten los
intelectuales en sus “utopías”, en las que se prescinde de los
incentivos y de la disuasión representados por la recompensa material y
por el castigo. Sin embargo, en las sociedades reales, la persuasión por
sí sola es incapaz de producir la ordenada cooperación de muchos
individuos. Es demasiado esperar que todo el que participa en un vasto
proceso cumpla con sus propias funciones porque comparte exactamente las
concepciones del promotor o del organizador. Tal es la hipótesis de la
“Voluntad General” aplicada a cualquier parte o retícula del “cuerpo
económico”, lo cual es sumamente improbable. Es necesario que los
líderes sociales dispongan de algún poder menos fluctuante que el que se
obtiene mediante la persuasión; sin embargo, al intelectual le
desagradan estas formas crudas de autoridad y quienes las ejercen.
Siente desprecio por la moderada forma de autoridad derivada de la
acumulación del capital en manos de los “reyes de los negocios” y se
horroriza ante la ruda forma de autoridad derivada de la acumulación de
poderes policíacos en manos de gobernantes totalitarios. Quienes
disponen de tales medios le parece que están encallecidos por su uso, y
sospecha que consideran a los hombres completamente maleables para sus
objetivos. El esfuerzo del intelectual para reducir el uso de las
alternativas a la persuasión es ciertamente un poder de progreso, pero,
llevado demasiado lejos, conduce la sociedad a la alternativa entre
anarquía y tiranía. No es raro que el intelectual apele a la tiranía para implantar sus modelos.
La
hostilidad del intelectal hacia el hombre de negocios no ofrece ningún
misterio, ya que ambos tienen, por su función, dos criterios distintos
de valor, de suerte que la conducta normal del hombre de negocios
aparece desdeñable si se juzga con el metro válido para la conducta del
intelectual. Este juicio podría evitarse en una sociedad dividida,
abiertamente fraccionada en clases con funciones diferentes y con
distintos códigos de honor. Pero no ocurre así en nuestra sociedad,
cuyas ideas corrientes y cuya ley postulan que se forme un campo
unitario y homogéneo. En este campo el hombre de negocios y
el intelectual se mueven uno junto al otro. El hombre de negocios ofrece
al público “bienes”, definidos como “todo lo que el público desea
comprar”; el intelectual trata de enseñar lo que está “bien”, y para él
algunos de los bienes que se ofrecen son cosas de ningún valor y el
público debería ser disuadido de desearlas. El mundo de los negocios es
para el intelectual un mundo de valores falsos, de motivos bajos, de
recompensas mal dirigidas. Una fácil vía de acceso a lo íntimo de la
mentalidad del intelectual es su preferencia por los déficits. Se ha
observado que tiene simpatía por las instituciones deficitarias, por las
industrias nacionalizadas financiadas por la Hacienda pública, por los
centros universitarios que dependen de subsidios y donaciones, por los
periódicos incapaces de autofinanciarse. ¿Por qué? Porque sabe por
personal experiencia que siempre que obra como piensa que debe obrar, no
hay coincidencia entre su esfuerzo y la manera en que éste es acogido:
para expresarnos en lenguaje económico, el valor de mercado de la
producción del intelectual es con mucho inferior al de los factores
empleados. Ello se debe a que en el reino del intelecto una cosa
verdaderamente buena es una cosa que sólo unos pocos pueden reconocer
como tal. Puesto que la misión del intelectual es hacer comprender a la
gente que son verdaderas y buenas ciertas cosas que antes no reconocía
como tales, encuentra una fortísima resistencia a la venta de su propio
producto y trabaja con pérdidas. Cuando su éxito es fácil e inmediato,
sabe que casi ciertamente no ha cumplido bien su función. Razonando
sobre la base de su propia experiencia, el intelectual sospecha que todo
lo que deja un margen de beneficio se ha hecho no por convicción y
devoción hacia el objeto, sino porque se ha podido encontrar un número
de personas deseosas del mismo, suficiente para hacer rentable la
empresa. Podéis discutir con el intelectual y convencerle de que la
mayor parte de las cosas se hacen de este modo, pero él seguirá pensando
que este modo de obrar es algo que no le va. Su filosofía de los
beneficios y de las pérdidas puede resumirse de la siguiente manera:
para él, una pérdida es el resultado natural de la devoción a algo que
debe hacerse, mientras que el beneficio es el resultado natural del
sometimiento a las opiniones de la gente.
La
fundamental diferencia de actitud entre el hombre de negocios y el
intelectual puede puntualizarse recurriendo a una fórmula trillada. El
hombre de negocios debe decir: “El cliente siempre tiene razón.” El
intelectual no puede aceptar este modo de pensar. La misma máxima: “Dad
al público lo que quiere”, que nos da un óptimo hombre de negocios, nos
da un pésimo escritor. El hombre de negocios obra dentro de un sistema
de gustos y de juicios de valor que el intelectual debe intentar siempre
cambiar. La actividad suprema del intelectual es la del misionero que
ofrece el Evangelio a naciones paganas; ofrecerles bebidas alcohólicas
es una actividad menos peligrosa y más rentable. Existe cierto contraste
entre ofrecer a los consumidores lo que deberían tener, pero no
quieren, y ofrecerles lo que aceptan ávidamente, pero que no deberían
tener. El comerciante que no se dirija hacia el producto más vendible es
tachado de estúpido, pero el misionero que se dirigiera hacia él sería
tachado de bribón.
Puesto
que nosotros, los intelectuales, tenemos como misión enseñar la verdad,
tendemos a adoptar respecto al hombre de negocios la misma actitud de
superioridad moral que el Fariseo respecto al Publicano, condenada por
Jesús. Debería servirnos de lección el hecho de que el pobre que yacía
al borde del camino fue ayudado por un comerciante (el samaritano) y no
por el intelectual (el levita). ¿Tenemos acaso el valor de afirmar que
la inmensa mejora que ha tenido lugar en la condición de la masa de los
trabajadores ha sido eminentemente obra de los hombres de negocios?
Puede
alegrarnos el hecho de que nosotros servimos a las necesidades más
elevadas de la humanidad, pero debemos sinceramente tener miedo de esta
responsabilidad. De los “bienes” que se ofrecen por lucro ¿cuántos
podemos definir resueltamente como perjudiciales? ¿No son acaso mucho
más numerosas las ideas perjudiciales que nosotros exponemos? ¿No
existen acaso ideas perjudiciales para el funcionamiento de los
mecanismos y de las instituciones que aseguran el progreso y la
felicidad de la comunidad? Es significativo que todos los intelectuales
estén de acuerdo sobre la existencia de tales ideas, aunque no todos lo
estén sobre qué ideas son las nocivas. Y, lo que es aún peor, ¿no
existen acaso ideas que hacen surgir la ira en el corazón de los
hombres? Nuestra responsabilidad se ha acrecentado debido a que la
difusión de ¡deas que pueden ser perjudiciales no puede ni debería
impedirse mediante el empleo de la autoridad temporal, mientras que la
venta de objetos perjudiciales sí puede ser impedida de esta manera.
Es
casi un misterio —y un campo de investigación prometedor para
historiadores y sociólogos— que la comunidad intelectual se hiciera más
severa en sus juicios sobre el mundo de los negocios precisamente
cuando éste mejoraba de manera extraordinaria las condiciones de las
masas, mejorando su propia ética de trabajo y aumentado su propia
conciencia cívica. Juzgado por sus resultados sociales, por sus
costumbres, por su espíritu, el capitalismo actual es
inconmensurablemente más meritorio que el de épocas anteriores, cuando
se le denunciaba en términos mucho menos duros. Si el cambio de actitud
de los intelectuales no puede explicarse por un empeoramiento de la
situación que deben valorar, ¿no podrá entonces explicarse por un cambio
de los propios intelectuales?
Este
problema abre un vasto campo de investigación. Durante mucho tiempo se
ha pensado que el gran problema del siglo XIX era el lugar que el
trabajador industrial ocupaba en la sociedad, y se ha prestado poca
atención a la aparición de una amplia clase intelectual cuyo puesto en
la sociedad puede ser el problema más importante. Los intelectuales han
sido los principales artífices de la destrucción de la antigua
estructura de la sociedad occidental, que prevé tres distintos tipos de
instituciones para los intelectuales, los guerreros y los productores.
Ellos se han esforzado para hacer el campo social homogéneo y uniforme;
sobre él soplan con mayor libertad los vientos de los deseos
subjetivos; las apreciaciones subjetivas son el criterio de todos sus
esfuerzos. Es natural que esta constitución de la sociedad conceda un
premio a los “bienes” más deseados y ponga en primer plano a quienes
constituyen la vanguardia en la producción de los mismos. Y así, los
intelectuales han perdido, frente a esta clase “dirigente”, la primacía
de que gozaban cuando constituían el “primer estado”. Su actitud actual puede explicarse en cierta medida por un complejo de inferioridad que han adquirido. La condición de los intelectuales en su conjunto no sólo ha descendido a un status menos
considerado, sino que, además, el reconocimiento individual tiende a
estar determinado por criterios de apreciación subjetiva del público,
que los intelectuales rechazan por principio; de aquí la tendencia
contrapuesta a exaltar a aquellos intelectuales que son tales sólo para
los intelectuales.
No
pretendemos explicar este fenómeno; las consideraciones que preceden no
son más que leves sugerencias. Lo único que deseamos es subrayar que
hay algo que debe explicarse y que parece haber llegado la hora de
emprender un estudio de los conflictos que están surgiendo entre los
intelectuales y la sociedad.
NOTAS
1
¿No se ve acaso que estos países tienen una desesperada necesidad de
capital para emplear el exceso de mano de obra procedente del campo?
Nótese que esta mano de obra puede ser empleada en condiciones que nos
parecen humanas sólo si su producto sirve a mercados extranjeros más
ricos. Pero, mientras la producción se dirige al mercado interior, el
horario tiene que ser largo y el salario bajo para que el producto este
al alcance de la población pobre. Mejor dicho, ka primeras fábricas, que
buscan sus clientes en un amplio estrato de la población local, no
pueden menos de dar trabajo a sus obreros en condiciones mucho peores
que las que ellos podían obtener con anterioridad cuando eran artesanos y
producían sólo para un mercado restringido de ricos terratenientes. De
ahí que a la revolución industrial le haya acompañado lógicamente al
principio una caída de los salarios reales, si se compara —aunque la
comparación no sen del todo fundada— la remuneración anterior del
artesano con la remuneración actual del obrero.
2 Este
informe, que Ibrtna el preámbulo del Edicto Real Francés de agosto de
1749. fija el principio de que la acumulación de propiedades
territoriales en manos de colectividades que no ceden nunca sus bienes
hace difícil la disponibilidad del capital para el individuo, el cual
deberfa poder obtener y controlar un “fondo de riqueza” en el que
emplear su energía. Los lectores de este y de otros documentos oficiales
estarán tal vez de acuerdo en considerar que “las ideas de la
Revolución francesa son iguales a las que inspiraron a los ministros de
Luis XV”.
3 El
comerciante, naturalmente, era también un promotor de actividad
industrial, ya que encargaba al arte-sano los bienes que ofrecía en
venta.
4 Uno de los últimos ejemplos es, naturalmente, el de Engels.
Bertrand de Jouvenel.
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