A propósito de los últimos acontecimientos,
escuchaba en una cadena de radio que estábamos ante el hecho histórico más
importante en cincuenta años. Parece que al periodista se le olvidaban
fenómenos como la caída del comunismo, la globalización, la revolución de las
comunicaciones o la aparición del terrorismo internacional con la posibilidad
de matanzas masivas.
Ha sido, el brexit, consecuencia de la presión
proteccionista, del miedo a la inmigración
y al cambio cultural, exacerbado por la brutal crisis económica de 2007.
Decía Margaret Thatcher que los referéndums son soluciones con olor a fascismo
y Tony Blair ha dicho que la democracia consiste en elegir equipos preparados
para enfrentarse a problemas muy complejos. La tentación de resolver con un
plebiscito, en un día, problemas complicados que a veces llevan siglos
arrastrándose o que son tan nuevos que sólo la experiencia enseñará su
tratamiento, es vía segura al desastre. Los referendos son lógicos en procesos
constituyentes o en decisiones secundarias en las que no hay preferencias
técnicas y que en todo caso son reversibles; el intento de hacer historia a
golpe de plebiscitos, sin analizar las consecuencias de un resultado no
razonable sólo para conseguir la estabilidad de un liderazgo, es en el mejor de
los casos política irresponsable.
Las razones que apelan al corazón no pueden ser contrarrestadas
con argumentos lógico económicos; siempre una minoría convencida, henchida de
patrioterismo, se impondrá a las razones de una mayoría desmovilizada.
Mucha
gente ha muerto por el Reino Unido pero nadie ha muerto por la Unión Europea.
Ofrecer al electorado dos soluciones simples a un problema complicado, que puede
tener más alternativas, es jugar con fuego; el fuego del fascismo.
¿Qué ocurrirá? Creo que vamos a asistir, los próximos dos años, a una política de
marear la perdiz para reubicar al Reino Unido en su relación con la Unión
Europea. Más vale que el divorcio sea amistoso y no se rompa la sociedad de
gananciales pues no está el horno económico y social para bollos.
He aquí un excelente artículo de Libertad Digital que ilustra este punto de
vista.
Un
mal día
Londres
| Cordon Press
Hay
veces en las que detesto acertar. Si al menos hubiese puesto dinero detrás de
mis presentimientos, apostando por la salida del Reino Unido de la Unión
Europea, hubiese sacado algún beneficio de todo esto. Pero ni eso.
Recuerdo
las miradas hace ya un año, cuando, ante la pregunta recurrente de mi opinión
sobre qué votarían los británicos en un referéndum de permanencia en la UE, yo
contestaba que sin duda el resultado sería el brexit. Eran las miradas
entre condescendientes y reprobatorias que recibe un cenizo malasombra que
viene a romper el feliz consenso de lo que en inglés llaman "see no
evil, hear no evil, speak no evil". La feliz ignorancia.
Aunque
en la City había en los últimos tiempos más preocupación, persistía una
incredulidad generalizada ante la posibilidad de que los británicos cometieran
lo que se veía como un suicidio económico. Como aquel profesor de Harvard
asombrado por la victoria de Reagan ante Carter, pues en su progre torre de
marfil no conocía a nadie que hubiese votado al gran Ronald, mucha gente
ilustrada y cosmopolita de Londres no conocía a nadie en Inglaterra que fuera
capaz de romper la pax romana que significaba Europa, y la prosperidad
que esta suponía para la capital.
No
lloriquearé, como la tal Esperanza en su carta, proclamándome emigrante, cuando
he tenido la fantástica oportunidad de trabajar en la capital financiera del
mundo. Pero como outsider que, a pesar de los muchos años, siempre seré
en mi país y ciudad de acogida, mi perspectiva era diferente a la de mis
vecinos: estuve siempre convencido de que, si se les daba la oportunidad de
votar, los británicos finalizarían la tormentosa relación histórica del Reino
Unido con la UE.
El
primer culpable de esta situación es el primer ministro Cameron, su
irresponsable puerilidad, su miope cortoplacismo político. Ya lo había hecho
una vez con el referéndum escocés y se había librado por los pelos: jugando a
aprendiz de brujo, y con la alquimia de las encuestas a favor, presentó un referendum
que sin duda ganaría de calle. Como entonces, pretendía hacer dejación de las
responsabilidades para las que había sido elegido e intentaba que la elección
popular compensase su incapacidad tomar decisiones difíciles o impopulares.
Cameron como doloroso paradigma de la falta de liderazgo en Europa en el sillón
que ocupó, precisamente, la inigualable Maggie Thatcher.
Se
ha evidenciado, por supuesto, la trampa que constituye la democracia directa.
En este caso, una relativa minoría altamente motivada opuesta a la permanencia
puede acabar imponiéndose a una mayoría que era sólo moderadamente favorable a
quedarse en la EU. El desesperante tacticismo de Cameron convirtió una disputa
interna del partido tory en una bola de nieve innecesaria. Como en el
caso escocés, el primer ministro desestimó las consecuencias de un resultado
inesperado más allá de sus fronteras: legitimar el independentismo en otros
países o invitar a otros Estados a romper una Unión profundamente imperfecta,
en lugar de reformarla. Cameron convocó ambos refereda sin normas de
participación mínimas o mayorías cualificadas, y ni siquiera le importó la
evidencia de que un resultado favorable a sus posturas nunca solucionaría el
contencioso, sólo lo retrasaría hasta que un referéndum futuro lo resolviera a
favor de los centrífugos.
En
cualquier caso, había que contar con la esquizofrénica imposibilidad, cada vez
más evidente para cualquier gobierno del Reino Unido, de liderar dos países
contradictorios en uno, dos realidades cada vez más divergentes. En Gran
Bretaña se dan la espalda el vibrante sureste, alrededor de Londres, a la
vanguardia de la economía abierta del mundo, y el resto del país,
desindustrializado y en crisis crónica. En esa parte del país se han dado la
mano para votar en contra de la permanencia la insularidad enfermiza del más
rancio conservadurismo social y el recalcitrante socialismo trasnochado.
En
todo este proceso encontré cierta negación gagá de las implicaciones que la
salida tendría para Londres, motor económico de la nación: muchos se empeñaban,
y se empeñan, en que Londres podría continuar siendo la capital financiera de
una zona a la que no pertenecerá, por la que no se regirá y a la que no
contribuirá. Un espejismo recurrente que se ha repetido con obstinada candidez,
frente a la evidencia de que Frankfurt o incluso París tenían mucho que ganar
como sustitutos para esa capitalidad financiera. Otros te argumentaban que
Londres prosperaría aún más como una especie de centro offshore fuera
del corsé normativo europeo. En realidad, eso es como confundir en Norteamérica
el papel y la importancia de Nueva York con los de Bermudas o Bahamas.
Reconozco
que sentía simpatía por muchas de las críticas más que razonables de los
euroescépticos al funcionamiento de una Unión elefantiásica y sin calidad
democrática. También comprendía las preocupaciones sobre cuestiones de
seguridad que la infiltración indiscriminada de extranjeros tiene para una
isla. Pero la campaña de los proponentes del brexit fue secuestrada por
los que prefirieron apelar a los peores instintos de la demagogia xenófoba.
Algo lamentable.
Además,
todos estos años he observado con frustración la insistencia del Reino Unido en
actuar como un adolescente enfurruñado en su relación con la UE. Siendo
contribuyente neto de la Unión, nunca aceptó la oportunidad que ello le ofrecía
para liderar desde su corazón mismo, y modelar esa Europa a su preferencia,
como han hecho Francia y Alemania para su beneficio. El Reino Unido siempre
actuó con un pie en el estribo de la fuga, lo que también le restó credibilidad
y, sin duda, capacidad de influencia. Ahora se verá obligado a completar un
divorcio habiendo perdido el cariño y cualquier ventaja negociadora.
¿Qué
situación nos queda tras todo ello?
Preveo
que nada se romperá para Londres en los próximos meses, pues a nadie le
conviene. Pero sus años dorados de capital financiera del mundo irán quedando
lentamente atrás.
El
Partido Conservador, que había vencido las últimas elecciones por mayoría absoluta,
destrozando de paso a su opositor laborista, ha conseguido pegarse un tiro en
el pie. Eso sumirá al Reino Unido en una fase de ingobernabilidad, con los
conservadores fracturados, los laboristas escorados e inelegibles y la
emergencia populista del UKIP.
Lo
que es más importante: debemos esperar la disolución de ese Reino Unido con la
salida de Escocia y la vuelta a una situación posiblemente conflictiva en
Irlanda del Norte. Ese independentismo tendrá también implicaciones en la
unidad territorial de otros países, como la propia España.
Más
allá de otras consideraciones económicas, nuestro país se beneficiaba de la
presencia de un Reino Unido escéptico del intrusismo superestatal de Bruselas y
la poca representatividad de sus instituciones. Creo que el indeseable
resultado de la salida británica será una Unión que perseverará en y acentuará
sus errores. Y ello vendrá combinado con la emergencia de movimientos
autárquicos y populistas en algunos otros países, más las presiones para
abandonar la Unión de otros Estados escépticos como Holanda o Finlandia.
Ángel Mas, empresario, vive a caballo entre Madrid y Londres.