Durante los últimos meses, hemos asistido en Cataluña a la proliferación de manifestaciones estéticas con colgaduras, en todo el espacio público, de churros amarillos en recuerdo de los presos golpistas del 1-O.
Según las autoridades de la autonomía catalana, separatistas, son producto de la libertad de expresión y los ciudadanos que los quitan son peligrosos ultraderechistas y en consecuencia perseguidos por la policía autonómica, a las órdenes del Govern.
La realidad es que la propaganda política, fuera de los espacios dedicados a ella, sólo se justifica en un momento dado, por un acto o una manifestación, siempre limitada en el tiempo; la invasión de todo el espacio público sine die es abusiva y totalitaria.
Por supuesto que, en el espacio dedicado a la propaganda política, hay que respetar al resto de las opciones, el espacio público es de todos.
La autoridad, sobre todo la autoridad municipal, debe cuidar del espacio público limpiándolo, y si no lo hace, los ciudadanos conscientes tienen derecho a hacerlo ellos mismos por dejación de las autoridades.
De la misma forma, el derecho de manifestación no se debe ejercer en el mismo tiempo y lugar de otra convocada previamente; se podría hacer en el mismo sitio otro día o en ese mismo día en otro sitio.
Las escraches se deben realizar ante instancias oficiales o en actuaciones políticas, hacerlo frente al domicilio particular deja de ser una demostración para ser una intimidación.
El último paso totalitario es vigilar administrativamente los medios de comunicación que están tutelados por la Ley y la Constitución.
Tras esto, sólo queda detener a los candidatos de la oposición y, ¡ya está!, Venezuela sin petróleo.
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