Sigue estando de actualidad la extraña manifestación constante de "los indignados", que han tardado tanto en indignarse. Partiendo de la base de que el derecho de manifestación se ejerce en un tiempo y en un lugar, y de que los demás también tenemos derecho a estar en el espacio público, vemos como poco a poco se va agriando el movimiento, mudando su piel, y de los pacíficos principios estamos pasando a la violencia antisistema, precisamente tras unas elecciones en las que la mano negra que hay detrás hubiera querido influir pero los tiempos son los tiempos.
Las soluciones impositivas y pueriles que entraña el manifiesto indignado me recuerdan aquella fábula del enfermo y los setecientos médicos; todos estaban de acuerdo en que el enfermo estaba enfermo, pero surgían muchos grupos cuando se investigaban las causas, y claro, había setecientos tratamientos distintos.
José María Albert de Paco ha escrito un interesante artículo en la revista de Libertad Digital que, por su claridad de ideas, reproduzco en su integridad:
Las soluciones impositivas y pueriles que entraña el manifiesto indignado me recuerdan aquella fábula del enfermo y los setecientos médicos; todos estaban de acuerdo en que el enfermo estaba enfermo, pero surgían muchos grupos cuando se investigaban las causas, y claro, había setecientos tratamientos distintos.
José María Albert de Paco ha escrito un interesante artículo en la revista de Libertad Digital que, por su claridad de ideas, reproduzco en su integridad:
El manifiesto que precedió al asalto del espacio público por parte de los sedicentes indignados presentaba un vago hervor antisistema que, en una de sus adherencias, daba cuenta de adónde podía conducir el colapso moral de la casta política española: "El ansia y acumulación de poder en unos pocos genera desigualdad, crispación e injusticia, lo cual conduce a la violencia, que rechazamos".
La velada advertencia de que, si no se atendían sus demandas, la sangre podía llegar al río no sólo no fue condenada por los diarios de referencia, sino que se interpretó (erróneamente) como una declaración gandhiana. En el culmen de la confusión, esos chamizos donde la ciudad tendía a desvanecerse recibieron el nombre de nuevas ágoras, lo que, bien pensado, tiene su aquel.
Con todo, el ingrediente que hizo diana en los medios, el que propició que los indignados se granjearan la simpatía de socialdemócratas y conservadores, fue la evidencia de que la mayoría eran jóvenes y, como tales, estaban exentos de peajes. Apurando la frenada, bien podría concluirse que el mundo les debía algo. Así pareció entenderlo Antonio Pérez Henares, quien, en la tertulia Al Rojo Vivo, declaró sin ambages: "Quien no sienta simpatía por esos chavales es que no tiene humanidad". Así debieron de entenderlo los responsables del programa El Gato al Agua, quienes desplegaron a su infantería por las plazas de España para conferir al movimiento esa brizna de comprensión tan propia de la retórica antipartidos.
Lo cierto, no obstante, es que lo que se dio a conocer como un movimiento regenerador no era más que el embrión de eso que Arcadi Espada ha llamado "batasunización de España", un sintagma que, allende el País Vasco, presenta como rasgo primordial que la serpiente siempre pica al mismo partido.
En este contexto, que el PSOE se plantee adelantar las elecciones al mes de noviembre resulta una obscenidad, mas no porque pretenda utilizar en su favor la coyuntura veraniega, un móvil ya de por sí funesto. No, lo que de veras es inquietante es que el adelanto se haya empezado a mascar después de la asonada del pasado sábado, con centenares de indignados corriendo a gorrazos a los cargos electos del Partido Popular en Burgos, Valencia, Alicante, Sevilla, Valladolid, Benidorm, Ceuta, Murcia, Castellón, Badalona... En esas y otras ciudades el PP había arrasado, un hecho que, como es fama, conduce a la violencia.
Como ocurriera en los días posteriores al 11-M, el PSOE no sólo no ha criticado que la turba indignada zarandeara a los alcaldes y concejales del PP, sino que ha atizado el zarandeo. Veinticuatro horas después de las algaradas, Alfredo Pérez Rubalcaba aireaba en Barcelona un asunto que jamás le ha alterado el pulso, cual es la supuesta catalanofobia del Partido Popular:
"Hace muchos años que estoy en política, pero no me puedo quitar de la cabeza que este PP es el mismo que hace muy poco fue al Constitucional y que enmienda una y otra vez leyes, que plantea recursos en temas de lengua; y ver a un partido tan catalán como CiU olvidando tan pronto cómo otro partido fue genuinamente anticatalán me cuesta".
Su henchida aseveración, insisto, nada tenía que ver con Cataluña, país incógnito a sus ojos, sino con la posibilidad de clonar una táctica que ya en el 14-M se reveló triunfal. Respecto a los incidentes con que se cerró la campaña en 2004, la indignación presenta, además, una ventaja insoslayable. No en vano, y en virtud de la tortura del lenguaje, quienes escupen a los políticos conservadores se hacen llamar transversales, no violentos y demócratas. O, para ser exactos, real-demócratas. Si la izquierda, en lugar de acometer su necesaria refundación, perseverase en la criminalización del adversario, la democracia, esta democracia tan grotescamente desdeñada por el comando cazuela, sufriría un traspié del que le costaría levantarse.
No soy optimista al respecto. El domingo, a la misma hora en que Rubalcaba envalentonaba a los suyos en la sede del PSC de la calle Nicaragua, el profesor de Economía Vicenç Navarro exhortaba a un puñado de indignados de Plaza Cataluña a seguir confiando en la política bajo el grosero argumento de que "no todos los partidos son iguales".
Es precisamente ese singular desprecio por las reglas del juego lo que está en el origen de cuanto ocurre en las calles. Eso, y la actitud antojadiza de una generación que va camino de cumplir la profecía de que la democracia española es un pálido simulacro. Sobre todo, claro está, por su distinguido sectarismo.
Con todo, lo más reprochable del 15-M será su coartada. No salió bien, pero el propósito era bueno. En el bien entendido de que a la izquierda, como a las ONG, no se la juzga por su reiteración en el fracaso, sino por su encomiable empeño en salvarnos de nosotros mismos.