5 nov 2010

El azar y la necesidad

"El cerebro de todo animal es, sin duda alguna, capaz, no sólo de registrar informaciones, sino también de asociarlas y transformarlas, y de restituir el resultado de estas operaciones en forma de una performance individual; pero no, y éste es el punto esencial, de forma que permita comunicar a otro individuo una asociación o transformación original, personal. Esto es, en cambio, lo que permite el lenguaje humano, lo que hace que se le pueda considerar por definición como nacido el día en que combinaciones creadoras, asociaciones nuevas, realizadas en un individuo, pudieron, transmitidas a otros, no perecer ya con él."
 
 








Nacido por mecanismos de puro azar, que se van organizando en las estructuras vivientes, desplazando todo finalismo evolucionista, toda concepción del mundo como proyecto, resulta el hombre un ser foráneo, extranjero al cosmos, arrojado a él, podríamos decir jugando con el concepto heideggeriano. No dejan, en efecto, de resonar en la voz de Monod los términos de la visión existencialista y camusiana, referentes al absurdo de la humana existencia, recreados en su perspectiva científica. En una visión que quiere asumir sin contemplaciones la tragedia de nuestra condición en un mundo inhumano y en el que hemos perdido la compañía de los dioses.

















La exposición que Monod ha realizado de sus ideas es particularmente brillante, pero su originalidad filosófica es prácticamente nula. La concepción según la cual el orden del universo se explica a partir de una microestructura azarosa constituye un modelo que ha venido funcionando desde el pasado siglo, en física y en biología, y que organiza conceptualmente toda la obra de Darwin, recurriendo en este gran científico al mecanismo de la selección natural como factor del proceso demiúrgico, la aparición de la regularidad desde el desorden. La aportación de Monod radica en mostrar el rendimiento singular de este modelo, su potencia, desde las claves conceptuales de la moderna biología.














Más antigua aún, es la ilusión según la cual el desarrollo de la actitud científica constituye el gran expediente salvador del hombre. Desde Descartes y Bacon, con otros matices podríamos rastrear esta actitud ya en Sócrates y los atomistas, se ha formulado esta esperanza del conocimiento riguroso como clave liberadora. En la Ilustración encontró su máxima expresión significativa. Desgraciadamente, un examen crítico del desarrollo de la ciencia actual y su manipulación por los grandes poderes de nuestro mundo, nos muestra la inanidad de esta imagen excesivamente idealista que cree constituye la ciencia un reducto de pureza sustraída a los conflictos humanos. Es, por el contrario, la ciencia real, no la mera imagen que el científico subjetivamente se forja de ella, algo irremediablemente histórico, inserto en la dinámica de la sociedad y las luchas de clases.










En "El Cisne Negro", Nassim Taleb nos habla principalmente de la poca capacidad que tenemos para predecir los grandes acontecimientos cuyos impactos cambiarán el futuro, y de nuestra obsesión por la modelización de la realidad. Creemos contar con la verdad, puesto que partimos de modelos “científico-matemáticos” de validación, pero no nos damos cuenta de que las premisas que aceptamos como válidas no siempre lo son. A posteriori surge alguien que ya predecía a forma de Nostradamus que iba a haber un atentado o una gran crisis en los mercados, pero siempre a posteriori. Esto me recuerda a los chartistas (especuladores bursátiles a corto plazo que utilizan los gráficos como fuente de información) que aciertan 50-50 en sus predicciones bursátiles.




















Sexto Empírico defiende una posición relativista y fenomenista, desde una posición escéptica, antimetafísica y empirista. Según él, hay cosas, pero lo único que podemos saber y decir de ellas es de qué manera nos afectan, no lo que son en sí mismas.














Aunque actualmente con la palabra escéptico muchas veces se hace referencia a una persona que no cree en nada, que es pesimista, al analizar la etimología de esta palabra encontraremos que más que "el que no cree" es "el que duda, el que investiga". Los escépticos no creían en una verdad objetiva, porque para ellos todo era subjetivo, dependía del sujeto y no del objeto. Por ejemplo, un escéptico diría siento frío pero no hace frío, ya que él sólo puede saber que él tiene frío o calor. A esta postura de no emitir juicios, sino exclusivamente opiniones, se la llamó suspensión de juicio. Esta actitud los llevaría a la paz del alma porque, al no creer en nada, no entraban en conflictos con nadie y no se veían obligados a defender sus opiniones ya que, para ellos, no existían verdades objetivas.












Pensemos en la historia que comienza con la leyenda del encuentro entre Solón y Creso. Solón, un griego muy sabio, visitó un día a Creso el rey de Lidia y por aquél entonces considerado el hombre más rico de su tiempo. Creso preguntó a Solón si le consideraba el hombre más feliz del mundo.


Sin dejarse impresionar por sus riquezas Solón vino a decir que eso no se podría saber hasta su muerte, ya que la vida da muchas vueltas, y para poder estar seguros habría que esperar hasta el final. Según la leyenda, Creso, a punto de ser quemado en la hoguera, se acuerda de Solón y reconoce la sabiduría de sus palabras. Según Taleb, la sabiduría de Solón se fundaba en tres puntos:
Aquello que se obtiene gracias a la buena fortuna se pierde con facilidad, mientras que lo que se obtiene con poca intervención del azar suele ser más resistente a pérdidas repentinas.







Los eventos que parecen muy improbables en un momento dado pueden ocurrir y de hecho ocurren en más ocasiones de las que nos gusta creer. Taleb los llama "eventos raros" o "cisnes negros".







No importa la probabilidad de un evento si sus consecuencias son demasiado costosas para afrontarlas.

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