Todo se va al carajo otra vez; esto es un artículo de Raúl del Pozo en El Mundo, que pone negro sobre blanco la tesitura en que nos encontramos.
No puedo entender qué nos pasa cada vez que tenemos la oportunidad de salir del laberinto.
Se acerca el momento en el que los que pisaron la Constitución e
intentaron despedazar la nación se sienten ante hombres de toga negra,
con puñetas, gorros de borlas y huevos fritos en la pechera.
El juicio empezará en enero y se celebrará en el Salón de Plenos del Tribunal Supremo, donde se juzgó por rebelión al general Sanjurjo y
fue condenado a muerte. Aquel juicio duró un solo día, el de los
sublevados de ahora durará tres o cuatro meses. Declararán 90 testigos
propuestos por los fiscales y 300 por los abogados defensores en el
majestuoso palacio de la plaza de las Salesas.
Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo, en la carta de despedida al juez Juan Antonio Ramírez Sunyer
-que falleció el pasado domingo y que desde el Juzgado 13 de Barcelona
investigó la conspiración del 1-O-, se refiere a las dimensiones
heroicas del trabajo de Ramírez Sunyer en un ambiente hostil y le dice:
"Cambiaste la Historia de nuestro país". Considera el presidente del
Tribunal Supremo que ese magistrado se ha convertido en la medida de
todos los jueces, en un referente al servicio de la Justicia, del Estado
y de España, en la defensa del Estado de derecho y de la Justicia, "sin
vacilaciones en tiempos tan convulsos".
Hoy, la fuerza de los
dirigentes del Estado y de los políticos está más que nunca en la
persuasión de los discursos, y el del presidente del Tribunal Supremo es
clarísimo, preciso. La filosofía, la medicina -en ocasiones, la
política- utilizan un lenguaje farragoso, enrevesado, y son los jueces
los que más abusan de una jerga críptica. A Lesmes se le entiende todo.
Vamos
a presenciar un gran combate retórico, con la existencia de la nación
en juego, entre la ley y la trampa; y vamos a comprobar si es cierto que
en una democracia la Justicia no puede tolerar, sin el riesgo de
desaparecer, que un poder pretenda ser superior a las leyes. Ya no se va
a juzgar la retórica de los independentistas, sino sus delitos.
Querían
una independencia sin guerra, un derecho de autodeterminación del que
carecen, una democracia plebiscitaria por encima de la ley, en un
festival de la posverdad basado en textos y proclamas sobre una
identidad inventada y una historia imaginada.
Ahora chantajean al
Gobierno que sostienen y exigen la libertad de los presos, de los que
ellos tienen la llave. Acusan al "Estado represor borbónico". Llaman a
los jueces "nuevos inquisidores". Pero su revolución de las sonrisas se
va a helar ante las togas de alpaca o de tergal.
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