Desde que se empezó a gestar el actual modelo político de España, allá por el tardofranquismo, se produjo la aparición y la intervención en nuestro país del fenómeno terrorista. Terrorismo en España lo había habido desde el comienzo de los tiempos modernos, y probablemente entroncando con fenómenos anteriores. El terrorismo anarquista, de raíz individual, configuró el panorama político de la España de la Restauración, nada menos que tres presidentes del gobierno fueron asesinados y de antes por lo menos uno: Prim, Cánovas, Dato y Canalejas.
Sin embargo, el terrorismo que surge en la transición es muy diferente de éste anarquista o de las actividades armadas, tanto en la guerra como en la posguerra. El terrorismo de ETA, del Grapo y de la extrema derecha busca incidir en la vida política de manera indirecta, por ello su acción no se realiza en el entorno de una guerra o guerrilla sino en el entorno de la paz, con victimas cada vez menos señaladas políticamente, con la única intención de modificar las políticas.
En el contexto de la transición, sólo se reconocía como terrorismo de izquierdas al de ETA y, a pesar de existir un buen número de grupúsculos terroristas de extrema izquierda, o se ignoraban o, como en el caso del Grapo, se achacaba a la extrema derecha, extraño saco sin fondo al que se aludía en todos los conflictos.
Nos preguntaremos entonces, ¿qué es la extrema derecha? Para responder a esto habrá primero que ver que entiende la gente por derecha. La derecha es un pretendido espacio político en el que se tienen tres polos, sin que haya ninguna derecha que obvie ninguno de ellos, pero teniendo todas ellas porcentajes distintos de los tres. Hay un polo que prima la propiedad privada y el libre mercado, de manera que el Estado se reduce a vigilar los derechos de los propietarios, hay un polo tradicionalista y conservador, en el que la derecha guarda las esencias y hay un polo nacionalista, en el que se defiende la primacía del Estado, entendido como encarnación de la nación.
Entendemos como extrema derecha la exacerbación de ese nacionalismo de Estado que se revuelve agresivamente contra enemigos internos o externos, reales o imaginarios. De siempre la Dictadura por antonomasia fue la de Primo de Rivera. Ahora algunos quieren que la dictadura de Franco, también popularmente conocida por dictablanda, le quite formalmente la exclusiva, obligando a nuestro gran historiador Luis Suárez, autor de la entrada de la biografía de Francisco Franco en el Diccionario Biográfico Español, a rectificar su texto, en que sólo lo califica de autoritario.
Que yo recuerde, se dice propiamente dictadura de los gobiernos temporalmente no democráticos, pero no así de los constituyentes. Por ello, se consideró siempre dictadura la de Cesar y no la de Octavio Augusto, porque aquél fue asesinado antes de concluir su labor. Franco, con sus leyes fundamentales y supuesta democracia orgánica, sí constituyó lo que, de régimen autoritario, califica Suárez, en mi opinión con buen criterio, sin perjuicio de que sigamos hablando de dictadura o dictablanda franquista, pero sin elevar a tal categoría su sistema.
Los términos dictadura, autoritarismo, fascismo o totalitarismo, se debaten entre los historiadores especialmente en torno a, y sobre todo en los años que preceden, al llamado “alzamiento nacional”, nuestra guerra civil.
La última noticia sobre la cuestión del Diccionario Biográfico Español es que los escandalizados, por el texto de Suárez, quieren también que se le impute a Franco su totalitarismo. Me temo que hay mucho ignorante entre ellos.
El fascismo es hijo del "arrebato antisistema" que cunde a finales del XIX, que cuestiona las convicciones en las que se asentaban la sociedad y el Estado liberales, con una reacción integral contra todo el orden democrático vigente. El Estado, se concluyó desde estas nuevas posiciones, a fin de asegurar la regeneración de la sociedad y su avance hacia cotas nuevas de desarrollo y de plenitud, debía esforzarse por crear individuos colectivos.
El humanismo no tenía cabida en esos nuevos planteamientos. Ese ideal y proyecto era visto como fuente de degeneración, de desvitalización, y de decadencia de las colectividades humanas. La única concesión, que desde estas posiciones se hizo a las individualidades fuertes y autónomas, se reservó a la figura del líder y de las élites o minorías dirigentes.
El superhombre nietzscheano fue el modelo y referente de las corrientes críticas de vanguardia, puestas en boga en el declinar del siglo XIX. A éste, por su capacidad innata para hacer sentir su autoridad por la fuerza de su carácter, y por la energía de su personalidad, labrada en su actitud de rebeldía contra todo lo establecido o en su desprecio del prosaico mundo de la burguesía, le había de corresponder la tarea de movilizar a la colectividad, y de dirigirla en esa empresa de regeneración total que había de salvar a la sociedad de su ruina.
Según la lógica interna de este planteamiento, de la lucha política por hacerse con el control del Estado moderno dependía todo. Únicamente mediante la utilización de su autoridad, mediante los instrumentos de control de la opinión y de coerción y de represión de los disidentes, se podría someter a la sociedad entera bajo la presión necesaria para fabricar una nueva colectividad. Para lograrlo, era también imprescindible movilizar en pos de esa empresa a sectores, lo más amplios posibles, de la población mediante un discurso radical y defensivo, o mediante un programa tan total como excluyente.
Sí, desde estas nuevas posiciones críticas y de vanguardia, el Estado fue visto como el instrumento para demoler el orden liberal burgués, y para eliminar a todo competidor político que se pudiera interponer en el camino, la democracia fue siempre vista como la coartada para conquistar la opinión pública y para alcanzar un poder hegemónico.
Ahora resulta que, como consecuencia del atentado de Noruega, se criminalizará a todos aquellos que Tomás Gómez, Público y El País decidan.