He aquí un artículo interesante, aparecido en ABC el 6 de junio de 2015, del arabista Serafín Fanjul a propósito de Cuba y su nueva posición frente a Norteamérica.
El manifiesto destino de Cuba
ABC | Serafín Fanjul
Si nos atenemos tan sólo a la Biología, esta ciencia
parece garantizar que, en los próximos años, el aumento de contactos
oficiales entre Cuba y Estados Unidos asegurará un final tranquilo a los
hermanos Castro, con honores militares en los entierros, respeto para
los féretros y reparto de empresas públicas entre los compadres. Como en
la URSS. Pero eso es la Biología: unos años, en todo caso pocos, y
llegará el fin del drama del castrato, para retomar el otro, el impuesto
por la Geografía, siempre vigente. Parafraseando a Porfirio Díaz, que
se refería a su país, podemos repetir «pobre Cuba, tan lejos de Dios y
tan cerca de Estados Unidos».
Si usted se toma el nada cómodo trabajo de estudiar los registros de
arribada de buques al puerto de La Habana en las décadas de 1830 y 1840,
por ejemplo, sacará, entre otras conclusiones, una estremecedora pero
difícil de contestar: por cada barco español que fondeaba frente al
convento de San Francisco, lo hacían tres o cuatro norteamericanos,
dependiendo de los años. El dato significa, llanamente, que la mayor
parte del comercio cubano se dirigía a Estados Unidos o se recibía de
allá. Y el dinamismo económico de la isla permitió que tuviera
ferrocarril (La Habana-Güines, 1838) diez años antes que la Península.
Otra consecuencia inmediata fue que la burguesía local azucarera se
hiciera acérrima partidaria de la anexión al país del norte, provocando
la reacción de disentimiento y protesta del patriota cubano José Antonio
Saco, en artículos publicados desde una fecha tan temprana como 1848 y
que componen los dos volúmenes de Contra la anexión. Y también trajo
como efecto que Narciso López, aventurero venezolano combatiente en las
filas realistas contra Bolívar, tras pasar a Cuba y entrar en relación
con los azucareros, actuara como agente anexionista. De ahí su fallida
intentona en Cárdenas en 1851; y el desembarco no más exitoso, al año
siguiente, por Pinar del Río, donde lo apresaron en compañía del coronel
americano Makensen, siendo fusilados ambos, como correspondía. La
guerra de Secesión americana y la consiguiente abolición de la
esclavitud frenaron tales entusiasmos anexionistas, nada desinteresados.
La latente presencia americana continuó hasta la rendición española, y
no sólo por la protección a los insurrectos de 1868, la introducción
del béisbol o la decisiva intervención bélica en 1898: dos años antes,
todavía los billetes del Banco Español de la Isla de Cuba se emitían en
Estados Unidos por el American Bank Note Company de Nueva York, prueba
del grado de dependencia a que se había llegado: mientras Estados Unidos
enviscaba a los rebeldes y preparaba un pretexto para intervenir –dado
que España se negaba a venderle la isla–, la estructuración de la
economía cubana como apéndice de la americana cada vez se reforzaba más,
de suerte que el desarme y disolución del ejército mambí en mayo de
1899 no presentó mayores dificultades, mientras la ocupación militar
–que duró hasta 1902– sostenía el carácter de semiprotectorado para el
país, aunque a partir de ahí la recién nacida república con sus Estradas
y Menocales, sus Machados y Batistas, nunca levantó cabeza como nación
independiente. Y, por último, se pasó de Guatemala a Guatepeor y de la
sujeción a España a la de Estados Unidos, y de la de estos, a la de la
URSS. Y ahora, vuelta a empezar, porque en los años sin subvenciones
soviéticas, después de 1990, el llamado Período Especial fue mortífero
para la población, desembocando en las revueltas de 1994 y la crisis de
los balseros, la fuga en masa de gente hacia el soñado «Norte» (el
«Norte revuelto y brutal» de la propaganda oficial).
Un amigo cubano residente en La Habana se lamentaba, entre la
fantasía y la ucronía histórica: «Y ese Martí, ¿por qué cogería tanta
lucha con lo de la independencia? Ahora estaríamos en la Unión Europea».
Estábamos sentados en el madrileño paseo del Prado, frente al museo,
contemplando el tráfico y el bullicio de vida próspera y, al menos,
externamente feliz. Por supuesto que era una simplificación fantasiosa
suponer que los acontecimientos habrían sido los mismos, excepto la
independencia formal del país, pero expresaba bien un deseo y una
relativización intelectual de hechos del pasado que se tienen por
indiscutibles. Pero las compras en Estados Unidos no se suspendieron
nunca, pese al embargo, y agencias comerciales cubanas adquieren en
Panamá, a través de intermediarios, alimentos, vehículos, medicinas,
pagando a tocateja, claro; aunque la devolución de Caimanera-Guantánamo
(ocupado desde 1898) no será una medalla que ningún presidente americano
entregue a los hermanos Castro, mientras no tengan todo el país
controlado por completo, como no retrocedieron el Canal a Panamá hasta
que Omar Torrijos tuvo su oportuno accidente aéreo y derrocaron a
Noriega por narco (¡qué sorpresa para la CIA, la DEA, el FBI!); y
Guardalavaca, Baracoa, María la Gorda, Isla de Pinos, los Cayos… y
tantos lugares maravillosos serán reservados exclusivos para americanos
(¿alguien imagina qué quedará del país si Estados Unidos mete veinte
millones de turistas anuales?). Y espero de la inteligencia de los
lectores que nadie me vea partidario de continuar la situación presente.
Simplemente, no hay soluciones milagrosas.
Recordar las palabras de J. A. Saco sólo produce melancolía, por lo
inviable de la salida mejor y lo arduo de la buena: «Lo primero que
deseo es que Cuba, libre y justamente gobernada, viva unida a España. Lo
segundo, que disuelta esta unión, ora por la madre, ora por la hija,
Cuba trate de conservar su nacionalidad y de constituirse en estado
completamente independiente». Y sólo como epílogo a un naufragio total
del país aceptaba Saco la entrega al «Norte». La pregunta es si se ha
llegado a ese punto a través del arrasamiento de la economía y la
desmoralización de la sociedad, por debajo de la fanfarria retórica
oficialista. Con las infraestructuras en ruinas y la gente hambrienta,
quien aporte capitales comprará el país entero sin oposición alguna.
Labana ya no será Cái, porque los negritos de Antonio Burgos y Carlos
Cano chamullarán mal inglés y no tendrán el menor gusto por entroncarse
con su pasado, y menos aún con España. Claro que habrá que saber si,
para entonces, lo subsistente en la Península Ibérica tendrá alguna
relación con esa España que se nos va, sin que nadie intente impedirlo.
Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.
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