El año pasado recordábamos el centésimo aniversario del comienzo de la I Guerra mundial, conflicto que fue a la vez fin y principio; fin tardío del siglo XIX, fin de la época de los grandes y poderosos Estados nación y vislumbre, tal y como nos indicaba Spengler, de la decadencia de Occidente.
Para este pensador la etapa de máximo esplendor y vitalidad de Occidente, es decir de Europa en aquel momento, se produjo a mediados del siglo XIX; todavía la sociedad campesina y artesanal así como las diversas empresas urbanas practicaban creencias cristianas o al menos deístas derivadas del cristianismo; los diversos paradigmas de la ciencia estaban prácticamente desplegados y Europa había digerido la modernidad y la ilustración.
Se gozaba de la paz del Congreso de Viena (1815-1845) y los diversos Imperios habían dado de sí una expansión de la hegemonía y de la cultura occidental como nunca antes ningún poder. La revolución francesa había terminado con las contradicciones que todavía sufrían los reinos del siglo XVIII y el Congreso de Viena, que era una reacción frente a los excesos revolucionarios y napoleónicos, no había tenido más remedio que asumir muchos de los logros de ese momento culminante de Occidente y de Europa. Uno de esos logros era el Estado nación canónico que, de forma embrionaria, ya estaba en los ilustrados de la fase final de la modernidad, en el siglo XVIII.
El patriotismo se canalizaba en la estructura social gracias a la burguesía, y a las clases medias, y penetraba hasta el tuétano de la sociedad. El mundo académico asumía unos valores ortodoxos que iban a ponerse en tela de juicio por parte de unos pensadores y una bohemia todavía marginales. Pero las fuerzas destructivas que se encuentran en todas las estructuras, incluso en aquellas juveniles y en trance de crecimiento, empezaron a amenazar esa sociedad y esa estabilidad moral; empezaba la decadencia de Occidente. Ésta se manifestó por un crecimiento del malestar y los conflictos que están descritos con claridad en "La Rebelión de las Masas" de Ortega y Gasset, cuando las fuerzas destructivas de la guerra empezaron a independizarse de la autoridad moral del consenso occidental primero en la guerra franco prusiana y luego en la Gran Guerra, última gran guerra estrictamente nacional.
El imperialismo, que venían desarrollando desde hacía décadas las potencias involucradas, fue la principal causa subyacente; el detonante del conflicto se produjo el 28 de junio de 1914 en Sarajevo con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria. Su verdugo fue Gavrilo Princip, un joven nacionalista serbio. Este suceso desató una crisis diplomática cuando Austria-Hungría dio un ultimátum al Reino de Serbia y se invocaron las distintas alianzas internacionales forjadas a lo largo de las décadas anteriores. En pocas semanas, todas las grandes potencias europeas estaban en guerra y el conflicto se extendió por todo el mundo.
Tras el fin de la guerra, cuatro grandes imperios dejaron de existir, el alemán, ruso, austro-húngaro y otomano. Los Estados sucesores de los dos primeros perdieron una parte importante de sus antiguos territorios, mientras que los dos últimos se desmantelaron. El mapa de Europa y sus fronteras cambiaron completamente y varias naciones se independizaron o se crearon.
Al calor de la Primera Guerra Mundial también se fraguó la Revolución rusa, que concluyó con la creación del primer Estado autodenominado socialista de la historia, la Unión Soviética. Se fundó la Sociedad de Naciones, con el objetivo de evitar que un conflicto de tal magnitud se volviera a repetir. Sin embargo, dos décadas después estalló la Segunda Guerra Mundial. Entre sus razones se pueden señalar: el alza de los nacionalismos, una cierta debilidad de los Estados democráticos, la humillación sentida por Alemania tras su derrota, las grandes crisis económicas y, sobre todo, el auge del fascismo.
La guerra marcó un antes y un después que queda reflejado en la triste nostalgia que sobrenada la obra de Stefan Zweig, "El Mundo de Ayer", la deshumanización de las armas de destrucción masiva y de los ejércitos de masas ya no permitirá el mundo pequeño burgués anterior.
Para este pensador la etapa de máximo esplendor y vitalidad de Occidente, es decir de Europa en aquel momento, se produjo a mediados del siglo XIX; todavía la sociedad campesina y artesanal así como las diversas empresas urbanas practicaban creencias cristianas o al menos deístas derivadas del cristianismo; los diversos paradigmas de la ciencia estaban prácticamente desplegados y Europa había digerido la modernidad y la ilustración.
Se gozaba de la paz del Congreso de Viena (1815-1845) y los diversos Imperios habían dado de sí una expansión de la hegemonía y de la cultura occidental como nunca antes ningún poder. La revolución francesa había terminado con las contradicciones que todavía sufrían los reinos del siglo XVIII y el Congreso de Viena, que era una reacción frente a los excesos revolucionarios y napoleónicos, no había tenido más remedio que asumir muchos de los logros de ese momento culminante de Occidente y de Europa. Uno de esos logros era el Estado nación canónico que, de forma embrionaria, ya estaba en los ilustrados de la fase final de la modernidad, en el siglo XVIII.
El patriotismo se canalizaba en la estructura social gracias a la burguesía, y a las clases medias, y penetraba hasta el tuétano de la sociedad. El mundo académico asumía unos valores ortodoxos que iban a ponerse en tela de juicio por parte de unos pensadores y una bohemia todavía marginales. Pero las fuerzas destructivas que se encuentran en todas las estructuras, incluso en aquellas juveniles y en trance de crecimiento, empezaron a amenazar esa sociedad y esa estabilidad moral; empezaba la decadencia de Occidente. Ésta se manifestó por un crecimiento del malestar y los conflictos que están descritos con claridad en "La Rebelión de las Masas" de Ortega y Gasset, cuando las fuerzas destructivas de la guerra empezaron a independizarse de la autoridad moral del consenso occidental primero en la guerra franco prusiana y luego en la Gran Guerra, última gran guerra estrictamente nacional.
El imperialismo, que venían desarrollando desde hacía décadas las potencias involucradas, fue la principal causa subyacente; el detonante del conflicto se produjo el 28 de junio de 1914 en Sarajevo con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria. Su verdugo fue Gavrilo Princip, un joven nacionalista serbio. Este suceso desató una crisis diplomática cuando Austria-Hungría dio un ultimátum al Reino de Serbia y se invocaron las distintas alianzas internacionales forjadas a lo largo de las décadas anteriores. En pocas semanas, todas las grandes potencias europeas estaban en guerra y el conflicto se extendió por todo el mundo.
Tras el fin de la guerra, cuatro grandes imperios dejaron de existir, el alemán, ruso, austro-húngaro y otomano. Los Estados sucesores de los dos primeros perdieron una parte importante de sus antiguos territorios, mientras que los dos últimos se desmantelaron. El mapa de Europa y sus fronteras cambiaron completamente y varias naciones se independizaron o se crearon.
Al calor de la Primera Guerra Mundial también se fraguó la Revolución rusa, que concluyó con la creación del primer Estado autodenominado socialista de la historia, la Unión Soviética. Se fundó la Sociedad de Naciones, con el objetivo de evitar que un conflicto de tal magnitud se volviera a repetir. Sin embargo, dos décadas después estalló la Segunda Guerra Mundial. Entre sus razones se pueden señalar: el alza de los nacionalismos, una cierta debilidad de los Estados democráticos, la humillación sentida por Alemania tras su derrota, las grandes crisis económicas y, sobre todo, el auge del fascismo.
La guerra marcó un antes y un después que queda reflejado en la triste nostalgia que sobrenada la obra de Stefan Zweig, "El Mundo de Ayer", la deshumanización de las armas de destrucción masiva y de los ejércitos de masas ya no permitirá el mundo pequeño burgués anterior.
1 comentario:
Interesante blog, y un post con el que estoy del todo de acuerdo. Suerte
Publicar un comentario