Excelente artículo de Carlos Herrera sobre el episodio que está protagonizando cierta izquierda en Pamplona, entregando la alcaldía a los cinco concejales de Bildu. La crónica de lo ya sabido.
JE SUIS MARÍA CABALLERO – Carlos Herrera / ABC
Por una razón sencilla: a los muertos hay que honrarlos. Y a los asesinos, evitarlos
TOMÁS
Caballero era portavoz de Unión del Pueblo Navarro en el Ayuntamiento
de Pamplona. Lo fue hasta que un par de asesinos le vaciaron un cargador
en la cabeza al salir de su despacho una mañana. Los asesinos eran de
la ETA, claro. Tomás fue una de las 42 víctimas mortales que la banda
asesina vasca esparció por suelo navarro. Hoy, una hija suya, María de
nombre, se ha atrevido a señalar sin recato a los herederos de los
asesinos de su padre, los cuales están a dos minutos de alcanzar la
alcaldía de la capital de Navarra. Bildu, efectivamente, con algunos
miembros que en su día no condenaron el asesinato de Tomás, podrá tomar
la vara de mando virtud a un acuerdo de cambalache entre la Geroa Bai de
Uxue Barkos (una extensión carnosa del PNV y demás hierbas), la
inevitable excrecencia local de Izquierda Unida y
los monigotes que
Podemos ha colocado con un nombre que ahora no recuerdo. Yo, Uxue, me
quedo con el gobierno de Navarra, aunque haya obtenido muchos menos
votos que el primer partido, UPN, y tú, Bildu, te quedas con el
consistorio pamplonés. Ello no resultaría tan sencillo si los mostrencos
de Pablo Iglesias no votaran a quienes entienden que la muerte de Tomás
y los 41 restantes eran inevitables y necesarias para el progreso de
esa Nafarroa ideal que llevan en la cabeza. Pero, si nadie lo remedia,
lo van a hacer; van a votar con Bildu y les van a entregar un poder
concreto en el mismo consistorio en el que un tal José Abaurrea,
presente en las listas, no quiso saber nada de la muerte del concejal.
María
ha defendido la memoria dolorosa de Tomás. Y ha lamentado que en los
asientos del pleno puedan sentarse para gobernar los que, cuando mataron
a su padre, miraron para otro lado o descorcharon el champán habitual
de los miserables. Por decirlo, a María le ha caído la lluvia ácida de
los miserables. Este Pablo Iglesias al que tantas gracias le encuentran
ahora los mediocres muchachitos del PSOE ha bramado contra ella
acusándola de utilizar la muerte de su padre para proteger a corruptos
como Enrique Maya, alcalde en funciones de la ciudad, al que los
tribunales han exonerado de toda imputación en los asuntos relacionados
con Caja Navarra. Que un individuo que viene de las oscuras entrañas del
comunismo radical (pleonasmo, lo sé), del FRAP paterno, de los escraches universitarios
y de otras perlas expuestas ante la complacencia rumiante de buena
parte del periodismo televisivo español sea capaz de acusar a una
víctima del terrorismo de utilización del cadáver frío de su padre
muestra a las claras que estamos ante un sujeto bajuno sin ningún tipo
de escrúpulos para alcanzar un poder que utilizar de forma ya conocida
por todos aquellos que hayan estudiado mínimamente la historia de los
populismos en Europa. Que un sujeto que preside una comandita de
pensadores caducos sospechosos de ser financiados por regímenes asesinos
como el iraní, que reciben financiación encubierta de cuchitriles
políticos como Venezuela, se atreva a vomitar sobre las personas que
mantienen viva la fotografía sepia de las víctimas de ETA («violencia
política» según su criterio) le convierte inmediatamente en un
indeseable al que sí hay que someter a un cordón sanitario. Que eso no
lo sepa ver el PSOE de Sánchez, ese pelotón de ideas simples puestas en
escena con teatralidad colegial, produce algo más que alarma. Susana
Díaz, la que parece guardar una cierta cordura política con la vista
puesta en algo más que las urnas inmediatas, lo viene señalando con
hechos en los últimos días: acercarse a ellos es perecer a sus manos. No
obstante, no se fíen, puede que también ella termine entregándose a
ellos.
Por
ello yo soy hoy María Caballero. Por una razón sencilla: a los muertos
hay que honrarlos. Y a los asesinos, evitarlos. Y me produce gran
desolación que este aserto no sea multitudinario.
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