Apocalíptico e interesante artículo de Pérez Reverte sobre cuestiones recurrentes en el blog que, aunque quizá peca un poco de determinismo histórico, nos expone la proyección del presente a medio plazo.
Arturo Pérez-Reverte
Y
es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado. Que
gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender. Desde que
hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por
presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y todos, hasta hace poco,
se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus
mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron hasta que la Historia
acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso,
sufrieron la misma suerte. El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u
Occidente (el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus
raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la
Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del
hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso -Homero,
Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire- tiene fecha de caducidad y se
encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya
sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada
más.
Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes
comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en
el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde
las palabras Islam y Rais -religión mezclada con liderazgos tribales- hacen
difícil la democracia, pusieron a hervir la caldera. Cayeron los centuriones
-bárbaros también, como al fin de todos los imperios- que vigilaban nuestro
limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero
eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen
ahora oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros -en el
sentido histórico de la palabra- que cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una
coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura
inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de
controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego.
Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se
transformaron o desaparecieron. Y los pocos centuriones que hoy quedan en el
Rhin o el Danubio están sentenciados. Los condenan nuestro egoísmo, nuestro
buenismo hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia.
Tarde o temprano, también por simple ley natural, por elemental supervivencia,
esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los
bárbaros.
A
ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar.
Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide.
Y quienes empujan por detrás a los godos lo saben. Quienes antes frenaban a unos
y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones enteras, ya no pueden
hacerlo. Nuestra civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La
mala noticia es que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus
ejércitos que sean oenegés, no fuerzas militares. Toda actuación vigorosa -y
sólo el vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia- queda descartada en
origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a
enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier actuación
contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas pacifistas que, con
tanta legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a eso.
La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias. Detalle significativo:
las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la
emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las
costas europeas. Todo, en fin, es una enorme, inevitable contradicción. El
ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta clase de
injusticias o crueldades. La herramienta histórica de pasar a cuchillo, por
tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por
fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.
Todo eso lleva al núcleo de
la cuestión: Europa o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y
libertades, de bienestar económico y social, está roído por dentro y amenazado
por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la
absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al
mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida. Pero las
cosas no son tan simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando
fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa
no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre. Cuando esto ocurre hay pocas
alternativas, también históricas: si son pocos, los recién llegados se integran
en la cultura local y la enriquecen; si son muchos, la transforman o la
destruyen. No en un día, por supuesto. Los imperios tardan siglos en
desmoronarse.
Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de
los godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio. Los conflictos
derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que es
justo y lógico disfruten. Pero ni en el imperio romano ni en la actual Europa
hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios
confortables. Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual
compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando
una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola junto
a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para
sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita mágica
y arrugado el cucurucho. Donde no todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo
que ambicionamos. Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo en
polvorines con mecha retardada. De vez en cuando arderán, porque también eso es
históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las élites intelectuales
desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y populistas
de todo signo, según sopla, copan el poder. El recurso final será una policía
más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas que perder. Eso
alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que anhelan,
ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco tiempo,
los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también
los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la
opresión y la injusticia. También parte de la población romana -no todos eran
bárbaros- ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos o por
propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por igual.
Y es que no hay forma de
parar la Historia. «Tiene que haber una solución», claman editorialistas de
periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo
explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se vive; y,
como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos, pues
a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es lo olvidado. Y lo que
olvidamos es que no siempre hay solución; que a veces las cosas ocurren de forma
irremediable, por pura ley natural: nuevos tiempos, nuevos bárbaros. Mucho
quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo
está sentenciada a muerte. Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios
sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para comprobarlo.
Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo hay dos actitudes
razonables. Una es el consuelo analgésico de buscar explicación en la ciencia y
la cultura; para, si no impedirlo, que es imposible, al menos comprender por qué
todo se va al carajo. Como ese romano al que me gusta imaginar sereno en la
ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender
siempre ayuda a asumir. A soportar.
La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los
jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con
lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se
adapten a lo inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras
de sí el mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un
territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso. Para
que peleen por aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable;
pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad
intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen,
troyanos que luchen, romanos conscientes -llegado el caso- de la digna altivez
del suicidio. Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin
complejos el mundo nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias
baratas y cuentos de Walt Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los
hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.
XL Semanal
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