Desesperanzadora visión de una civilización menguante, cáscara que ha perdido el núcleo y que ya no es reconocible. La historia que se parece en todo tiempo y lugar.
Leído en la Gaceta.
Si alguien pensaba que la fórmula “defensa de
Occidente” tenía todavía alguna vigencia, la actual crisis siria le habrá
extirpado cualquier esperanza. Lo que hemos visto en este horrible avispero
es que el “bloque americano”, nuestros aliados “de toda la vida”, han jugado a
contemporizar con el Estado Islámico, que es la negación más absoluta de todo
cuanto la civilización occidental considera como propio, desde la dignidad
individual hasta la herencia cultural cristiana. Los que han hecho engordar a
la bestia son los mismos países que financian a nuestros clubes de fútbol, que
compran nuestros trenes de alta velocidad o que se sientan con nuestros
militares en las asambleas de la
OTAN. Son ellos los que han permitido –si no algo más- que
los cristianos sean machacados en Oriente Próximo, que el yihadismo se
convierta en bandera política y que una ola de desesperación llegue a nuestras
fronteras poniendo a Europa en la peor crisis migratoria desde la segunda
guerra mundial. Esto no lo han hecho “los malos”. Esto, empezando por el
estímulo de las primaveras árabes y pasando por el caos criminal de Libia,
hasta desembocar en la fuga masiva de cientos de miles de personas desde Irak,
Afganistán y, por supuesto, Siria, lo han hecho “los nuestros”. Y a lo mejor va
siendo hora de preguntarse quiénes son realmente “los nuestros”. O aún más
hondo: quiénes somos “nosotros”.
Hace medio siglo, uno decía “occidente” y
evocaba automáticamente un mundo de libertades públicas, mercado libre con
garantías laborales y orden social de inspiración cristiana. No era el paraíso
terrenal, pero sí el paisaje más habitable de cuantos habíamos conocido. Por
supuesto que el poder era oligárquico –siempre en la Historia lo ha sido-,
pero la democracia liberal lo hacía soportable. Por supuesto que el mercado
libre tendía a la explotación, pero las políticas de protección social
–hicieron falta revoluciones y guerras para hallar el remedio- garantizaban que
amplísimas mayorías tuvieran acceso a una riqueza más que suficiente. Por
supuesto que el cristianismo languidecía como fe viva, pero sus principios
filosóficos, sus ejes doctrinales, eso que se llama “derecho público
cristiano”, seguían vertebrando la vida social y separando lo bueno de lo malo,
lo justo de lo injusto. Ciertamente, rara vez el cruzado está a la altura de la
cruz, pero bastaba ver lo que había al otro lado para resignarse y aceptar que,
después de todo, lo nuestro era mejor –o menos malo- y valía la pena luchar por
ello. Ese era el mundo hasta hace muy pocos decenios. Bajo esa convicción hemos
vivido y hemos muerto. Pero eso se acabó.
Esto no es lo que era
Hoy uno mira alrededor y constata que
aquellos viejos pilares se han desmoronado. Del famoso “derecho público
cristiano” ya no quedan ni las raspas y en su lugar se ha impuesto una pseudo
moral civil compuesta a partes iguales de sentimentalismo, sectarismo y
nihilismo. El mercado libre, que alcanzó su apoteosis en los años 90 con la
globalización financiera, ha ido desmantelando desde entonces no sólo todo
control político, sino también muchas de las garantías sociales y laborales de
posguerra. En cuanto a las libertades públicas, no nos hagamos ilusiones: la
crisis de las democracias, ahogadas en oligarquías cada vez más alejadas del
pueblo, no es algo exclusivo de España y, por otro lado, es una evidencia que
hoy, a la hora de hablar en público, hay muchos más tabúes que hace sólo veinte
años. ¿En qué se ha convertido “Occidente”?
Hoy uno dice “defensa de Occidente” y la cosa
suena a extravagancia, como aquel general del Teléfono rojo de Kubrick que
quería lanzar un ataque nuclear contra los soviéticos porque estaban
contaminando “nuestros preciados fluidos corporales”. ¿Qué
vamos a defender exactamente? Es muy posible que, mañana, aparezca otro
escenario bélico forjado a golpes de fuego por la crisis siria, y es muy
posible que, ese día, soldados españoles tengan que volver entregar la vida
allí. ¿Por qué van a hacerlo? El argumento de la democracia y los derechos
humanos ya no cuela; sencillamente, porque no es verdad. ¿Y entonces? ¿Por la
estabilidad de un mercado global que ya no es ni quiere ser garantía de paz
social? ¿Por los intereses de unos “aliados” que sólo miran por su propio
provecho? ¿Por la construcción de un mundo sin alma ni destino?
En los últimos veinte años, eso que antes
llamábamos “Occidente” se ha convertido en una suerte de gran mercado anónimo
universal regido por una superpotencia hegemónica, los Estados Unidos. Nada más
que eso. Las decisiones políticas quedan subordinadas a ese proyecto, al margen
de la voluntad o el interés de las sociedades. Nuestras naciones se disuelven.
Los principios morales clásicos son combatidos hasta la extinción y reemplazados
por un singular mundo de matrimonios homosexuales y abortos por recomendación
estatal. El mercado ya no es un instrumento para la prosperidad del mayor
número posible de ciudadanos, sino un dios al que hay que adorar y obedecer por
su propio poder. En esto nos hemos convertido. Un cuarto de siglo después de la
caída del Muro de Berlín, ¿alguien podría decir quién o qué ha ganado
exactamente?
Sí, claro: los Estados Unidos. ¿Y su proyecto
es el nuestro, el de los europeos? ¿Su hegemonía es nuestra supervivencia? Ya
no está tan claro como hace diez años. “El país no lo sabe, pero estamos
en guerra contra América –confiaba Mitterrand a su último confidente,
Georges-Marc Benamou-. Sí, una guerra permanente, una guerra vital, una guerra
económica, una guerra aparentemente sin muerte. Sí, son muy duros los
americanos, son voraces, quieren un poder exclusivo sobre el mundo. Es una
guerra desconocida, una guerra permanente, en apariencia sin muerte y, sin
embargo, una guerra a muerte” (Le dernier Mitterrand, Plon, 2005). Quizás el
viejo socialista francés, ya en sus últimos días, veía las cosas bajo una luz
siniestra. Quizá. Pero quizá, simplemente, estaba diciendo la verdad pura y
desnuda.
No, la “defensa de occidente” ya no tiene
ningún sentido. No, al menos, si de verdad queremos que algo del auténtico
occidente histórico sobreviva en el mundo actual. Europa debe empezar a cortar
lazos. De lo contrario, esos lazos nos ahogarán. Nos están ahogando ya.
José Javier Esparza