Leyendo un periódico, antes de Navidad, me encontré con el enésimo artículo sobre la necesidad de reformar la Constitución, no en algún punto concreto sino en parte fundamental, para orientar la solución de la crisis territorial. En esta ocasión el autor del artículo, un politólogo en El País, especulaba con que si se pudo llegar al consenso constitucional durante la transición, en condiciones más difíciles, ahora sería mucho más fácil.
Creo, sin embargo, que la apariencia esconde una realidad más complicada.
En aquel tiempo, las fuerzas políticas de oposición se veían empujadas al acuerdo por dos vías: una de palo y la otra de zanahoria. Llegar a un acuerdo significaba ocupar plaza en la mesa del reparto; negarse, dar pábulo al Búnker para continuidad del Régimen sin hora de finalización.
El pueblo español, entonces joven y esperanzado, empujaba en el sentido del cambio y la situación internacional, con los bloques enfrentados pero apaciguados, también favorecía ese cambio. En esas circunstancias, incluso saliendo de la dictadura, no fue muy difícil que hasta el Partido Comunista y la mayor parte del Régimen pasaran por el aro. No todo iba a cambiar pero lo que cambiaba lo hacía de verdad y abría una ruta de cambio continuo hasta hoy.
La situación en este momento es muy distinta; las fuerzas políticas están ya en la mesa, no hay búnker ni ejército que les asuste, la situación internacional nada tiene que ver tras el fin del comunismo; es más, se da el caso de fuerzas bolivarianas dispuestas a una revolución. El pueblo español ya no es joven ni ingenuo, ni tiene mayor ilusión.
De hecho, todos hablan de cambios en la Constitución para movilizar al electorado pero cada uno en un sentido diferente.
La posibilidad de consensos no existe y por lo tanto habrá que procurar seguir las enseñanzas de San Ignacio: "en tiempo de crisis, no hacer mudanza".