Interesante trabajo donde Fernando Sabater denuncia alguna
de las perogrulladas sobre la corrección política. El cambio como perfectamente
positivo, como si el tiempo tuviese siempre un sentido progresivo en su
desarrollo y no de simple avance, ni siquiera los historicistas más pertinaces.
En otras ocasiones ha sido el diálogo, como si tenerlo  con quien te quiere matar fuese una panacea, o
la cultura como lo que todo permite. Desenmascarar la estafa del derecho a
decidir es otro de los logros de este artículo.
Ni podemos ni debemos
El País | Fernando Savater
Como están de actualidad las listas, comenzaré con 
la de quienes pueden saltarse este artículo con tranquilidad, porque la 
cosa no va con ellos… o como si no fuera. En primer término, los que 
forman el partido mayoritario del país según las últimas elecciones, dos
 millones de votos por delante del siguiente. Me refiero, claro está, a 
quienes no votan, sea porque están en la inopia (“¡y yo qué sé!”) o 
porque creen pertenecer a la élite (“a mí no me engañan, yo no entro en 
el juego”). En los comicios con mayor oferta política de nuestra 
historia reciente no han encontrado motivo para salir de casa (excluyo, 
por supuesto, a los miles que quisieron votar desde el extranjero y no 
pudieron hacerlo por una infecta burocracia). La verdad es que no 
merecen vivir en un país democrático, sino en un establo con televisión y
 ADSL. Ahí seguirán, hasta que el voto obligatorio les recuerde que son 
ciudadanos mal que les pese.
Tampoco aspiro a dirigirme a la secta de los cambistas, los adictos 
en cuerpo y alma al cambio. No a mejorar, a perfeccionar o a corregir, 
sino a cambiar. Sea adelante, atrás, a derecha o izquierda, eso va en 
gustos. Odo Marquard, genial pensador minimalista lleno de humor, no un 
chistoso barato como Zizek, que murió a mediados de pasado año ignorado 
por nuestros medios, dice: “El prejuicio más fácil de cultivar, el más 
impermeable, el más apabullante, el prejuicio de uso múltiple, la suma 
de todos los prejuicios, es el que afirma que todo cambio lleva, con 
certeza, a la Salvación, y mientras más cambio haya, mejor”. Como voy a 
intentar exponer razones para evitar el cambio en un punto importante de
 nuestro ordenamiento político, cuyos adversarios invocan precisamente 
la necesidad de cambio para liquidarlo, sólo encontraré oídos 
impermeables a la argumentación en los fascinados por la palabreja de 
marras.
Y
 por supuesto nada tengo que decir a los enclaustrados en lo que llaman 
“pragmatismo”, o sea, los que más allá del Ibex, la prima de riesgo, la 
tasa de crecimiento o de afiliados a la seguridad social —todo ello muy 
respetable, desde luego— se contentan con las más obvias letanías: la 
ley está para cumplirla, la unidad de España no está en venta, queremos 
muchísimo a los catalanes, y a los vascos es que los adoramos, ay, ¡la 
gula del Norte! El lema de esta buena gente, porque suele serlo, es: “no
 nos metamos en honduras”. Nada de explicar con demasiadas teorías la 
ley, o la unidad, o lo que sea. Lo importante es que no haya jaleo y que
 los irredentos sepan que todas sus diferencias son bienvenidas y que la
 Constitución está para dar gusto a todos y que estén cómodos en ella. 
Si no, se cambia a tal efecto. A fin de cuentas, los nombres de las 
cosas son lo de menos, lo que cuenta es el business as usual. O, como canta la jota, “que me llamen como quieran, mientras sea de Zaragoza”.
Para el resto, si es que queda todavía alguien por ahí, van las 
explicaciones prometidas. Porque creo que es imposible combatir racional
 y democráticamente contra ideologías dañinas, pero muy asentadas, si se
 renuncia a dejar claro el fundamento de lo que se defiende frente a 
ellas. O aún peor, si se maneja el mismo lenguaje que el de los 
antagonistas, pero con invocaciones a que toda exageración es mala o que
 dentro de la ley todo es posible. Se asegura que es imprescindible para
 la paz social del país reconocer que España es una entidad 
plurinacional. No hay inconveniente en asumir algo tan obvio. De hecho, 
todos los Estados modernos son plurinacionales, siempre —claro está— que
 esas naciones sean entendidas como realidades culturales.
Los ciudadanos se reconocen en una de ellas o se adscriben a la que 
prefieren según sus avatares biográficos, aunque lo más corriente es que
 bajo su opción preferente incluyan elementos significativos de las 
otras que forman el puzle del país. Esas “naciones” se modifican 
constantemente, en buena medida por la irrigación de gente de otras 
latitudes que se instalan a vivir en su ámbito tradicional, pese a los 
esfuerzos de los guardianes de las esencias por redefinir una y otra vez
 “lo de aquí” frente a “lo de fuera”. Los nacionalistas locales quieren 
convertir la diversidad cultural en fundamento de separación política. 
Es decir, convierten las culturas —optativas, cambiantes, mestizas— en 
estereotipos estatalizables de nuevo cuño, que definen ciudadanías 
distintas a la del Estado de derecho común. Aquí comienza lo 
inadmisible.
Porque precisamente esa fragmentación no aumenta, sino que restringe 
la libertad de cada cual. Al repartir la ciudadanía por módulos 
culturales transformados en políticos, se priva a los individuos de su 
disponibilidad de administrar sus identidades personales como deseen 
dentro de un marco común que las trasciende y a la vez las acoge 
democráticamente. La ley estatal compartida, constitucional o similar, 
permite una igualdad que también Odo Marquard definió inmejorablemente: 
“Igualdad significa que todos pueden ser diferentes sin temor”. Y sin 
que esa capacidad libre de autodefinición cultural coarte la capacidad 
de otros conciudadanos de decidir políticamente sobre lo que atañe a 
todos.
Tal es la concepción democrática contemporánea, cada vez más alejada 
de las determinaciones del terruño propias de siervos de la gleba, 
abierta a la inclusión de los inmigrantes en busca de derechos que 
puedan llegar de cualquier parte. Y por eso las consultas políticas 
parciales determinadas por territorios —como si los ciudadanos nativos 
de una localidad o empadronados en ella se transmutasen en miembros de 
un estado virtual oprimido por la realidad democrática vigente— son, 
cualquiera que fuese su resultado, mutiladoras de la integridad del 
resto de la ciudadanía. En España no hay ningún problema territorial, 
aunque cualquier división administrativa del Estado admite mejoras o 
reformas, sino un atentado separatista contra el derecho a decidir de 
todos y cada uno de los ciudadanos miembros del país.
Piden diálogo. No parece fácil. Oí en Espejo público a 
García Page contestar bien a un nacionalista que le preguntó por qué no 
referéndum en Cataluña: sería conceder de antemano lo que se pretende 
preguntar, porque la autodeterminación no consiste en irse, sino en 
poder elegir entre irse o quedarse sin contar con los demás. Su 
interlocutor comentó: “Bueno, seguiremos intentándolo”. Como quien oye 
llover. En su ensayo L’art de conférer, uno de los mejores, 
Montaigne hace una encendida defensa del diálogo y la controversia, 
proclama que prefiere el coloquio con quien piensa distinto que él 
porque así aprende más, etcétera… Pero también advierte: “Me es 
imposible tratar de buena fe con un tonto, porque bajo su influjo no 
sólo se corrompe mi juicio, sino también mi conciencia”. Yo, siempre con
 Montaigne.
Fernando Savater es escritor.
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