El 7 de octubre de 1571 la Santa Alianza vencía a la flota turca en la batalla de Lepanto. Para Cervantes, que perdió en ella su brazo, se trató de "la más alta ocasión que vieron los siglos". ¿Fue para tanto? Sin duda.
El Imperio otomano era la gran amenaza de la cristiandad europea. Habían tomado los Balcanes y avanzando por la línea del Danubio hasta la misma Viena, dominaban el Mediterráneo oriental y su expansión amenazaba cada vez con más temeridad los dominios de los monarcas europeos.
El sultán turco había unificado el islam, como anteriormente hicieran los califas de Damasco o Bagdad, y su poderío alentaba a la piratería berberisca que asolaba el comercio mediterráneo. En 1565 Solimán II lanzó una furiosa arremetida sobre Malta, baluarte estratégico del Mediterráneo, pero los caballeros de la Orden de San Juan pudieron defender la isla prodigiosamente, recibiendo ayuda tardía de la Armada española. No resistió igual Chipre, lugar asociado a la Liga Veneciana. La amenaza otomana estaba más cerca que nunca de la costa italiana y el sur de aquella península era por entonces propiedad del monarca español.
Promovida por el papa Pío V, Felipe II y la república de Venecia, quedó constituida la Santa Alianza, que habría de enfrentarse al Gran Turco. Mandaría su flota don Juan de Austria, hermano del monarca español, que contaba sólo veintiséis años. La Liga ponía 230 barcos, 50.000 marineros y 30.000 soldados. Los turcos eran más: 300 naves y 40.000 soldados.
Las flotas se encontraron de repente, al doblar los turcos el llamado "cabo sangriento", en la ensenada del golfo de Lepanto. Se acecharon, confusas, calibrando sus fuerzas. Los españoles manejaban informes de espías que apostaban por menos de la mitad de los barcos. "Señores, ya no es tiempo de razonar, sino de combatir", zanjó don Juan de Austria.
La flota cargó en tres frentes y se batió durante horas de modo encarnizado. En el fragor de la lucha, las dos naves almirantes se alinearon. Don Juan ordenó el asalto y, espada en mano, inició el abordaje, que terminó con la cabeza de Alí Bajá clavada en una pica y la bandera aliada ondeando en el mástil de La Sultana. Sin su nave almirante, los turcos fueron cediendo el combate.
A las cinco de la tarde don Juan ordenó la retirada a tiempo de refugiarse de una feroz tormenta. Entre los supervivientes, un joven arcabucero, herido en el pecho y en su mano izquierda, musitaba entusiasmado: "La más alta ocasión que vieron los siglos".
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