1 sept 2011

El hombre monofilogenético

Etnólogos, antropólogos y filólogos parecen estar de acuerdo hoy en el origen monofilogenético del hombre, a partir de una horda originaria estrechamente unida por vínculos de lengua, origen y condiciones ambientales comunes; echando así prácticamente por tierra la concepción histórica del siglo XIX, ebria de progresismo, que ya hemos tenido ocasión de conocer.



















Cada vez ha ido ganando en verosimilitud la hipótesis de que al comienzo de la evolución del hombre, existió, efectivamente, una humanidad encerrada por barreras naturales en un pequeño espacio que dominaba, reinando entre aquellos hombres la unidad, la confianza mutua y la paz, y teniendo que sostener una lucha tan enconada frente a la adversa naturaleza que no se sentían inclinados ni tenían motivos para, encima de tanta dificultad, matarse unos a otros.
























Si esta hipótesis, que llena de nuevo y maravilloso contenido esas leyendas primitivas de la "edad de oro" y de la "torre de Babel", se confirma podremos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la humanidad de hoy vuelve a encontrarse ahora, por primera vez al cabo de miles de años, en una situación semejante en muchos aspectos a la de sus comienzos prehistóricos.





















De esta situación inicial y a la búsqueda de espacio explotable, se fueron desgajando trozos de humanidad extendiéndose por el planeta, conservando todos su unidad genética observable en el cromosoma Y de los hombres o en el cromosoma X de Lucy.








Tras esta tremenda expansión, en la que se crearon las razas por aislamiento, los hombres se reencontraron constituyendo grupos de relación con lenguas comunes, rutinas y liturgias de encuentro y, claro, también con enfrentamientos. Entre esos grupos se constituían etnias mestizas que servían como puente de comunicación genético entre las diversa razas; pueblos como los uro-altaicos, los magiares, los lapones o los fineses.
























Al cabo de muchos siglos de caminar separados, los hombres vuelven a encontrarse en las fronteras de un mundo que les es ya completamente familiar, que se extiende ahora por todo el globo terráqueo y en el que se tropieza prácticamente por doquier con otros hombres a los que nos sentimos unidos, por lo menos, por condiciones de vida materiales y comunes.





















Hemos terminado de inventariar el planeta, y sabemos por eso que no existen ya argentinas ni australias que podamos colonizar y poblar. Si a ello se añade la extraordinaria facilidad de la comunicación de mercancías, ideas y personas, podemos afirmar sin exageración que hoy la humanidad está más estrechamente unida que la de los imperios del pasado.









Las distintas naciones no son más que provincias a las que no queda otro remedio que atenerse a las consecuencias que se derivan de este hecho.

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