Acosado por los sabuesos de la corrección política, Saul Bellow clamaba: "No podemos abrir la boca sin que se nos denuncie como racistas, misóginos, supremacistas, imperialistas o fascistas". Y: "en cuanto a los medios, están dispuestos a descalificar al que así sea designado". Y tanto.
Un tribunal holandés ha absuelto al político Geert Wilders, acusado de incitar al odio contra los musulmanes por haber comparado el Corán con Mein Kampf y tachar al islam de ideología fascista. Lejos de calibrar el significado de la sentencia para la libre expresión, el grueso de la prensa ha preferido la senda que indicaba Bellow. La justicia lo ha absuelto, pero no los periódicos, incapaces de mencionar a Wilders sin colgarse la ristra de ajos para espantar al vampiro: antimusulmán, islamófobo, xenófobo, ultraderechista. Acabáramos.
Es evidente: hay una religión que no puede ser criticada en el laico y tolerante Occidente. Aunque ciertos tribunales carcas persistan en tener manga ancha para la libertad de opinión, quien marca sus límites reales es la policía del pensamiento. La cuestión no era si Wilders tenía o no razón, sino si podía expresar tales opiniones o había de ir a la cárcel. Y el asunto es si despacharse así sobre una creencia religiosa entraña una incitación al odio contra sus fieles. La justicia ha dicho que no. La ortodoxia dominante dirá que depende. Pero que depende de la religión de que se trate.
El cristianismo y la Biblia están disponibles para cualquier censura, invectiva, mofa y befa. No así el islam y su libro sagrado, a los que debe guardarse respeto absoluto. La creencia de los musulmanes goza entonces de un estatus de protección único y extraordinario. Se ha restaurado para ella el privilegio del que Occidente privó a sus religiones hace mucho tiempo.
Topamos, de nuevo, con lo sagrado. Y por la vía más inesperada. Desde los mismos púlpitos que predican un laicismo radical se han definido nuevos lugares sagrados, donde la libertad de expresión está prohibida. Esa condición intocable se le concede al islam, como también a "otras culturas" y a grupos de "víctimas". El argumento es la vulnerabilidad, su condición minoritaria, su pasado de perseguidos. Y, en el fondo, la culpabilidad: hemos de expiar y compensar los males infligidos. Curioso, cómo la celebración de la diversidad ha conducido a imponer la uniformidad de opiniones.
Cristina Losada
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